martes, 18 de junio de 2013

Eros y elipsis en “Los pazos de Ulloa”


Maritza M. Buendía

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAVMHVtNIgxjZKS7bEydqT0ic8EO0E9yWZgMYL_KOeE8nnb2GeMlxd5_meSriW1CG1L1gIJaAikQbZX0aTrT1SDGqF_W6DONtnXwMQMf9FLeqGgx6xA3_q-F5nx1MdaQw6LdiQKCwhrTI/s1600/retrato_pardo_bazan_perez_vaamonde_belas_artes_coruna_mgt1227.jpg_1306973099.jpg
–¿Qué puede ser, entonces, Eros? –pregunté yo–. ¿Un mortal? (…)
–Igual que en los casos anteriores –contestó–, algo intermedio entre mortal e inmortal.
–¿Qué, Diótima?
–Un gran demon, Sócrates. Pues también todo lo demónico es algo intermedio entre lo divino y lo mortal.
–¿Y qué poder tiene? –dije yo–.
–El de interpretar y transmitir a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las cosas de los dioses…
Sócrates[1]
I
La novia tiembla. Vestida de blanco, no sabe hacer otra cosa. Fue educada justamente para eso: para temblar, para llenarse de sobresaltos y de calenturas, para sonrojarse y bajar la mirada, para apartarse del bullicio y de la risa. Su alma es débil, su cuerpo es mucho más débil aún. Sí, su pobre cuerpo: delgado, desaliñado, torpe, más que pálido el tono de su piel es casi transparente. Ella es la más pequeña de tres hermanas, la que se dedicó a cuidar de su único hermano varón a la muerte de la madre. Ella a diferencia de sus hermanas­ está resignada a no contraer matrimonio y a terminar sus días en un convento.
No, la novia no puede presumir de fortaleza física como su hermana Rita: sus ojos carecen de brillo y picardía, padece incluso de un ligero estrabismo, su cabello es opaco, sus caderas no son anchas ni apetecibles. Es por demás evidente: los hombres no detienen la vista en ninguna parte de su cuerpo, mucho menos en su cadera. En consecuencia, puede asegurarse que no está lista para ser fecundada.
La novia es tan frágil que para cuando nazca su niña, a pesar de sus súplicas y peticiones, se le negará el derecho de criarla: los médicos saben que eso sería un golpe certero y definitivo para su salud. En cambio –eso sí– la recién nacida recibirá la envidiada leche del seno de una mujer casi vaca: una mujer de campo, recia y corpulenta, de quien, literalmente, se renta el servicio de su cuerpo. “Una muchachona de color de tierra, un castillo de carne: el tipo clásico de la vaca humana”.[2]
¿Cómo es posible entonces que la novia se encuentre ahora en semejante situación: en espera de esa primera noche de bodas donde la señorita Marcelina, la querida Nucha, pasará a ser la señora de Moscoso? ¿Cómo es posible si su hermana Rita la sobrepasa en hermosura y coquetería? Más aún, ¿cómo es posible que en semejante contexto aparezca el dios-niño: el de cabello y de alas doradas, el demasiado irresponsable como para pertenecer a las doce deidades de la familia olímpica, el que –travieso e impulsivo– lanza sus flechas sin ningún respeto por la edad o las clases sociales? ¿Qué nos quiere decir su presencia?
En un primer nivel, parece que la respuesta es simple: “La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo”.[3] Limpia como un espejo: tímida y sumisa, religiosa. Ya se sabe: la religiosidad suele unirse al bien y a la bondad, a los valores positivos. No obstante, en un segundo nivel y en unas cuantas líneas (que, por supuesto, no constituyen el grueso de la novela), se asiste sin compasión ni disfraces, sin alternativas al rito del sacrificio femenino: la ceremonia matrimonial, traspasada toda ella por el mito del erotismo.
II
La novia tiembla. En el interior de la recámara se encuentra un tocador. Encima de él, arden dos velas en sus candeleros. No existe otra luz más que el de esas velas. La analogía es inmediata y sincera: la alcoba asemeja un templo donde se llevará a cabo una ceremonia. La novia, como callada víctima, se arrodilla en ese cuarto al igual que lo hizo en la iglesia. Hace apenas dos horas se llevó a cabo su matrimonio. Hace apenas unos segundos –con labios secos y afiebrados– la novia besó la mano del padre Julián para despedirse y entonces quedó sola en ese cuarto. “Temblaba como la hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la ‘muerte chiquita’, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado”.[4]
La novia está consciente de su próximo sacrificio. Instintivamente, sabe que experimentará una manera de morir.
Gracias a la indiscreta presencia de ese cándido demon, ese “(…) ser divino no supremo, al que habitualmente se atribuye la función de mediación”,[5] se restituye –una vez más– el viejo conflicto entre dioses y mortales: el terreno del lenguaje y de la comunicación que está vedado para unos, y la zona del más absoluto silencio que está negado para los otros.
“La palabra interpretación”, explica Gloria Prado, “hace referencia a la finitud del ser humano y a la infinitud del conocimiento humano”.[6] Bajo este contexto, decir interpretación es remitirnos a Eros, como si fueran sinónimos: Eros e interpretación funcionan como intermediarios entre dioses y mortales, entre la pequeñez del hombre y la profusión de su conocimiento. No obstante, no se debe olvidar que “la hermenéutica de un mito ya no es un mito, sino su logos. El mito es exactamente el horizonte contra el cual toda hermenéutica es posible”.[7] Mito y hermenéutica como líneas paralelas que mutuamente se necesitan, pero que nunca llegan a tocarse. Eros e interpretación también como antónimos.
III
La novia tiembla. Observa las sábanas de la cama: más que blancas son blanquísimas, llenas de almidón, de randas y de encajes. Luego, alcanza a distinguir entre las sombras, por encima de la cama y la cabecera, un antiguo Cristo de ébano y de marfil. A su alrededor, como enmarcando al Cristo en un altar doméstico, unas cortinas de damasco rojo con franjas de oro. El verdugo no tarda en aparecer.
Afuera de ese cuarto se gesta la historia: Marcelina llegará a vivir a la casa de su esposo, Pedro Moscoso. Pero él, ya desde antes, era amante de su sirvienta Sabel, con quien tiene un hijo varón, de nombre Perucho. Primitivo, padre de Sabel, es uno de los trabajadores de Moscoso que se encarga de estafarlo y de robarle dinero. El padre Julián acompañará a Marcelina en su sufrimiento. Será él, quien diez años después de la muerte de Marcelina, regresará a los pazos para constatar de un sorpresivo golpe (episodio cruel que constituye el magnífico cierre de la novela) la temible inversión de papeles: “Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que pudiera decirse que iba descalza”.[8]
Pero, por el momento, el afuera no importa. Lo que importa es el adentro: las acciones que se desarrollan al interior de un cuarto. Pues si la zona del más absoluto silencio está clausurada para el hombre, ¿qué camino le queda ante la tentación y el escalofrío, ante el pavor indefinible y sagrado que prueba la novia en su noche de bodas?
La solución que avizora Emilia Pardo Bazán es la fragua de una nueva analogía: imitar, como mortales –con todas nuestras limitaciones– el mutismo de los dioses. En consecuencia, la escena donde la novia tiembla y aguarda su próxima “muerte chiquita” concluye con uno de los más sutiles recursos del erotismo: la elipsis, lo que de ninguna manera puede apalabrarse.
Los labios de la novia “murmuraban el consuetudinario rezo nocturno: ‘Un padrenuestro por el alma de mamá…’ Oyéronse en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió”.[9] Y, cuando la puerta se abre, el capítulo termina, las palabras se resguardan.
En definitiva: Los pazos de Ulloa no es una novela amor. Eso no impide que Eros se manifieste en el esplendor de una de sus mejores dimensiones: en la elipsis, como demon, en su silencio.
NOTAS
[1] Ortiz-Osés, A. y Lanceros, P., Claves de Hermenéutica. Para la filosofía, la cultura y la sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2005. 
[2] Pardo Bazán, Emilia, Los pazos de Ulloa, Porrúa, Sepan cuántos, México, 1991, p. 85.
[3] Ibid, p. 51. 
[4] Ibid, p. 58.
[5] Abbagnano, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, México, 2004, p. 274.
[6] Prado, Gloria, Creación, recepción y efecto. Una aproximación hermenéutica a la obra literaria, Diana, México, 1992, p. 24.
[7] Panikkar, Raimon, Mito, fe y hermenéutica, Herder, Barcelona, 2007, p. 29.
[8] Pardo Bazán, Emilia, op. cit., p. 158. 
[9] Ibid, p. 59.