martes, 24 de julio de 2012

Palabra y silencio


Alma Rosa Fernández Aguirre






Huyendo del sonido 
eres sonido mismo,
 espectro de armonía, 
humo de grito y canto. 
Vienes para decirnos 
en las noches oscuras 
la palabra infinita 
sin aliento y sin labios.

Federico García Lorca 


Con el objetivo de ordenar y comprender la realidad bajo el régimen de la palabra, el lenguaje se convierte en la más grande empresa del hombre. Desde el genio griego hasta el judeocristianismo [1] se le ha dado un valor de primacía al discurso, lo que se diga sobre él y lo que pueda comunicarse por medio de éste. La tradición occidental se caracteriza por mostrar un entusiasmo verbal, su base se sustenta en el logos, lo que permite nombrar las cosas (los entes), ordenar y conocer el entorno. Existe un afán de fomentar el diálogo y un temor al silencio. En el discurso se encuentra la mayéutica socrática, los diálogos de Platón, el bullicio parlanchín del genio griego, las lecturas de la Torah, etcétera. Toda esta herencia del mundo clásico y judío es recibida por el cristianismo: Dios es verbo, Dios es sonido.

En el Génesis se dice que cuando Dios crea el cielo y la tierra, nota que la tierra es un lugar sin formas sumido en las tinieblas. Así que dijo «Hágase la luz», y se hizo. Lo mismo pasa con los astros, el día y la noche, los peces, los reptiles, las aves, la semilla, la vegetación y el hombre. De su palabra surge la vida. El logos de la antigüedad griega es el verbo del cristianismo. En otras culturas sucede algo diferente respecto a la palabra y al silencio. En Japón, por ejemplo, hay desconfianza por el verbalismo. No se trata de que el pensamiento japonés tradicional tome a la ligera las palabras, sino que es mucho más consciente de los asuntos donde las palabras no son suficientes o no alcanzan. Lo inefable está más allá de las fronteras de la palabra. Es el silencio fatal e inapalabrable.

José Ortega y Gasset menciona: «No se entiende en su raíz estupenda la realidad que es el lenguaje si no se empieza por advertir que el habla se compone sobre todo de silencios».[2] El ideal japonés del enryo, traducido comúnmente como «restricción» o «reserva», es una clara ejemplificación cultural de lo inefado. El enryo inhibe a los hablantes japoneses, no pueden decir directamente lo que quieren, tampoco preguntar en forma directa a los demás qué es lo que quieren, pues se considera inapropiado. El silencio, en algunas religiones o tradiciones de oriente, adquiere otro carácter connotativo. En el budismo y el taoísmo representa no sólo la tranquilidad y la inmanencia de Dios sino el nivel de ascendencia más alto que puede alcanzar el alma. Aquel que logra dejar detrás de sí el lenguaje consigue elevar su alma al nivel más puro.

José Luis Ramírez aborda el tema del silencio desde tres esferas de sentido. El primero se refiere al Silencio (S), en singular y con mayúscula, los otros dos, a los silencios en plural y con minúsculas. Propone el esquema siguiente:

1. (S) El Silencio (acepción metafórica)
2. (s) Los silencios:
     a) como hecho social (acepción primaria)
     b) como lo tácito en el decir
     (acepción metonímica)[3]

En el primer sentido (S), el silencio es una construcción abstracta con raíces en el pensamiento místico. El Silencio es todos los silencios. Se refiere, entonces, a un aspecto universal y de esencia. Cuando se habla empíricamente de la realidad observada se describe en plural: las casas, las mesas, los hombres, etcétera. Se pasa de lo concreto a lo abstracto en singular: la casa, la mesa, el hombre, etcétera. El Silencio es lo abstracto, los silencios son los hechos, las acciones. Para el hombre occidental, el silencio significa un horror, pues existe un miedo por lo desconocido o por lo no nombrado. El silencio es la ausencia de, según la definición que dan los diccionarios. La ausencia pertenece al no ser. Se puede pensar que el silencio como ausencia no es, por lo tanto, no se puede pensar ni decir algo que no es.

José Luis Ramírez señala que la semiótica enseña que todo aquello que se dice o se piensa, por el simple hecho de hacerlo, ya es. Del silencio se puede esperar un discurso o una ciencia que se le aproxime. La lingüística, la semiótica, la semántica, la hermenéutica, la antropología son sólo algunas. Cuando se llama al silencio o se le evoca adquiere presencia como si se tratara de una entidad mítica. «El silencio es el nombre que damos no algo que aparece, a un fenómeno, sino algo que no aparece, a la no aparición o desaparición».[4] Así adquiere carácter metafísico, existencial, «la metáfora de lo inefable o inexpresable».[5] El silencio como abstracción es lo inapalabrable, aquello que escapa al lenguaje, al hombre, aquello que entra en la región de lo sagrado.

Esta interpretación de Silencio con mayúscula es la que tienen el budismo, el taoísmo, incluso algunos grupos indígenas, quienes lo viven como una especie de fuerza cósmica, misteriosa, sobrenatural, sobrehumana. Sin embargo, también puede responder a un hecho impuesto que corresponde a una muestra de control social, político o cultural. Incluso puede ser usado como acto de poder, aunque comúnmente se asocia el poder con el que dice y no con quien calla. José Luis Ramírez lo identifica como amenaza, paz o como lo tácito en el lenguaje. En el mundo homérico el skeptrón no sólo era un símbolo regio, representaba de forma general el derecho a hablar o el derecho a hacer callar. Del mismo modo, el derecho a juzgar. En Occidente, la vara usada en algunas escuelas por parte de profesores se utiliza no sólo para señalar en el pizarrón o castigar, además guarda un simbolismo de poderío ante la palabra y el silencio. Por medio de este instrumento se designan los turnos de habla.

En todo régimen social, grupo, familia, lugar de trabajo o en cualquier relación entre dos personas en la que existe una situación de poder latente, el silencio puede ser aplicado como herramienta de dominio. El silencio utilizado como instrumento de poder es el significante del miedo, de la inseguridad y de la desconfianza, el signo de lo imprevisible y de lo difícil de interpretar. A un tiempo, significado de significante inaprehensible y significante de esotérico y fluctuante significado. Una especie de fantasma al revés en el cual el sudario es invisible, pero el ánima palpable.[6] En muchas ocasiones se le teme más al silencioso que al que habla. Causa mayor desconfianza e incluso irritabilidad aquel que decide por voluntad propia permanecer callado a aquel otro que habla. A pesar de que las palabras son equívocas y el discurso muchas veces engañoso, el habla descubre huellas de ideología, de intenciones, en cambio, el silencio es «un camaleón de sentidos».[7] ¿Cómo saber qué piensa aquel que calla? ¿Por qué calla? ¿Algo esconde?

El lenguaje es el proceso donde la experiencia privada se hace pública. La impresión trasciende, se convierte en expresión. El silencio tal vez sea un proceso inverso al lenguaje, donde la experiencia pública se hace privada. Quizá por eso José Luis Ramírez asevera que debe estudiarse el silencio como acto de habla. El oído suele acostumbrarse a la sonoridad del lenguaje y a veces no sabe escuchar el significado del silencio. Tanta palabrería habitúa la escucha al ruido y, en vez de escuchar mejor, nos volvemos sordos. Sordos al silencio, a la palabra, a los textos, a nosotros mismos, a la otredad.

Roberto Calasso [8] dice que cuando John Cage introduce un poco de vacío en la música, también lo hace en nuestras vidas. Sí, el Vacío (silencio) como una función saludable para curar la enfermedad de lo Lleno: la enfermedad de quien vive en una continuidad mental ocupada por un torbellino de palabras entrecortadas, de imágenes tontamente recurrentes, de inútiles e infundadas certezas, de temores formulados en sentencias antes que en emociones.[9]

NOTAS

[1] Recuérdese lo que dice el apóstol en la Biblia: «En el principio era la Palabra». STEINER, George, Lenguaje y silencio, Gedisa, España, 2003, p. 29. 
[2] ORTEGA Y GASSET, José, Obras completas, Alianza, España, 1994, p. 444. 
[3] RAMÍREZ, José Luis, “El significado del silencio y el silencio del significado”, El silencio, Madrid, Alianza, 1992, (www. ub.es/geocrit/sv-73.htm). 
[4] Ibid.
[5] Ibid. 
[6] Ibid
[7] Ibid
[8] Cfr. CALASSO, Roberto, La locura que viene de las ninfas, Sexto Piso, España, 2008, p. 55. 
[9] Ibid.