miércoles, 27 de junio de 2012

La Correspondencia Hermética y Leonora Carrington


Gonzalo Lizardo


Adoptada por los surrealistas sin que ella se lo propusiera, la pintora Leonora Carrington (Lancashire, 1917- México, 2011) forjó sus convicciones pictóricas a partir de intereses menos vanguardistas pero más íntimos: la cocina y la alquimia. De acuerdo con Susan L. Aberth, Leonora «equiparaba especialmente el tránsito de los alimentos desde la cocina hasta la mesa donde son consumidos, a los procesos alquímicos de destilación y transformación que a su vez asociaba con la producción artística» [1]. En otras palabras, la magia alquímica fue para Carrington el vínculo, la correspondencia, el vaso comunicante que concilió la oposición entre su vocación como creadora y su circunstancia de mujer, como esposa y como madre. Este sincretismo, esta unidad de contrarios se manifestaba en el estudio donde Leonora —la bruja, la cocinera y la pintora— realizaba sus conjuros: en esa asombrosa «mezcla de cocina, guardería, cuarto de dormir, perrera y almacén de chatarra» [2] que tanto fascinaba a Sir Edward James, su mecenas y admirador.

La analogía entre el Arte como magia que nutre el espíritu, la Magia como caldero donde se cocinan las imágenes y la Cocina como el arte de transmutar la materia sensible en alimento espiritual, le otorgó a la obra de la pintora inglesa mexicana una lucidez hermética que proviene, casi con seguridad, de su afinidad por el Renacimiento italiano. Siguiendo el ejemplo de sus maestros renacentistas y sus colegas surrealistas, Leonora recurrió al hermetismo no sólo como tema, sino sobre todo como técnica. Parafraseando al filósofo Jorge Juanes, tanto en Leonora como en Leonardo «la búsqueda de una fusión visual de todo con todo corresponde, en lo esencial, a una concepción hermética del mundo irrepresentable mediante la delimitación inequívoca de las formas cerradas en contornos precisos» [3]. Esta afinidad entre Leonardo y Leonora podría explicar, por ejemplo, la preocupación por unir el fondo con las figuras, lo mineral con lo acuoso, lo vegetal con lo humano, lo femenino con lo masculino, lo universal con lo singular, lo espiritual con lo material.

De ese modo —diluyendo las formas, fusionando todo con todo, cocinando y pintando— Leonora se inscribió, por voluntad propia, en una tradición pictórica que exige ser leída desde una perspectiva hermética, desde una mirada que sepa discernir las oposiciones y afinidades, las simpatías y antipatías que se amalgaman en cada obra. Usando los conceptos que Panofsky forjó en Estudios de iconología, podría conjeturarse que Leonora Carrington emplea los principios herméticos de la Correspondencia Universal y la Conjunctio oppositorum como técnicas específicas para articular tanto la Forma (la composición, la perspectiva, el colorido) como su Contenido temático (compuesto por un Significado primario o natural, un Significado secundario o convencional y un Significado intrínseco o contenido), [4] tal como se muestran en una obra que la autora realizó en su más plena madurez, a la edad de cuarenta años.

Pintado en 1957, El jardín de Paracelso es un óleo sobre lienzo de dimensiones medianas (86,5 x 120 cm) con una tonalidad casi monocromática. Este «casi» es muy importante: desde la elección de colores para su paleta, Carrington ha recurrido a la Correspondencia: para conciliar la oposición entre las contrastantes figuras blancas y negras que habitan el cuadro, la autora ha utilizado a un tercer color, una especie de sepia muy matizado que domina y unifica el cuadro sin uniformarlo. En los márgenes del cuadro predominan las tonalidades oscuras, transparentes y diluidas, que hacen resaltar la luminosa figura, pintada con firmes trazos blancos, que ocupa el centro geométrico del cuadro. Las figuras restantes se encuentran repartidas de manera irregular sobre todo el lienzo, y esta composición asimétrica le otorga al conjunto un desequilibrio rítmico que gira torno al círculo trazado en la parte inferior. Entre el blanco y el negro, el sepia. Entre la simetría y la asimetría, el movimiento.

La composición se articula básicamente en dos planos. El fondo, pintado con oscuras manchas de negro y sepia que se superponen por transparencia, está salpicado por manchas más claras que simulan estrellas y constelaciones. Sobre este fondo estelar se destaca un conjunto de figuras cuyo Sentido primario o natural puede determinarse con facilidad: la dama blanca y el ángel negro, el caballo oscuro y el jinete claro, la decapitada blanca y el decapitado negro, el perro y la serpiente, el arpa y el libro, el vagabundo y el hipogrifo. Todas estas figuras están agrupadas en parejas que bailan. Sólo seis figuras se muestran solitarias, como espectadores del baile: la esfinge y el colgado (en la parte inferior), el hombre y el unicornio (arriba a la izquierda), el ibis y el planeta (arriba a la derecha). En su mayoría, estos motivos son semitransparentes: a través de sus cuerpos pueden entreverse las estrellas y las nebulosas del fondo, a la manera de una carta zodiacal, o del famoso mural de Fernando Gallego, "El cielo de Salamanca". El cuadro, por tanto, representa un baile, ejecutado o presenciado por un conjunto de figuras fantásticas que son, al mismo tiempo, constelaciones cósmicas: estos motivos simbólicos cuya identificación nos permitiría descifrar su Sentido secundario o convencional.

Algunos de los motivos son más o menos fáciles de ser interpretados, como la esfinge del ángulo derecho inferior, o ese ibis que carga el huevo filosófico en una evidente alusión al dios Toth, «dios de la palabra creadora, patrón de los astrónomos, contables, magos, curanderos y encantadores» [5]. La pareja central muestra al Anima o a la «Diosa blanca» que porta un huevo (como semilla de la piedra filosofal, como origen Mundo o como Vaso alquímico) [6] que está bailando con su Sombra (un ángel negro que seguramente alude a su opuesto: la destrucción cósmica). En conjunto, este par de figuras podría representar a la Nigredo y a la Albedo: a la materia prima de la transmutación alquímica y a su resultado final [7]. Por otra parte, el «colgado» que aparece a la derecha de la pareja central, hace referencia al arcano XII del Tarot de Marsella, aunque aquí no cuelga de un árbol sino de un estandarte con pseudo hebreo. El vagabundo del ángulo inferior izquierdo, por su parte, podría referirse al «Loco» del Arcano XXII, si no fuera porque está acompañado por un hipogrifo en vez del perro habitual. Más enigmática resulta la pareja de decapitados, aunque cabe notar la similitud de su conjunto con el símbolo taoísta del yin yang. El jinete blanco, con su corazón de cometa, puede aludir al alma del individuo «que domina su montura como ha dominado las fuerzas adversas» para ascender al cielo o a la sabiduría [8].

El mandala inferior de ocho radios, sobre el cual bailan las figuras, podría aludir a los ciclos celestes, o ser un círculo mágico como el que se traza durante las invocaciones, o aludir al título del cuadro: al jardín circular del legendario alquimista Theophrastus Bombast von Hohenheim, conocido como Paracelso. Si «lo de abajo se iguala a lo de arriba», como establece la Tabula Smaragdina, la pintura de Leonora Carrington establece entre una Correspondencia entre el Cosmos, el Paraíso «tal como lo imaginaría un alquimista», enlazadas por el símbolo del Jardín. Entre el Mundo Material y el Mundo Espiritual, Leonora nos ofrece un espacio cósmico intermedio, donde florecen las estrellas y bailan los símbolos alquímicos con los signos zodiacales. En su Significado intrínseco o Contenido, el lienzo se devela como una alegoría, poco ortodoxa, cocinada con habilidad técnica, alusiones alquímicas, humor surrealista, una pizca de cábala hebrea y otra de taoísmo: un platillo pictórico, muy característico de Leonora, elaborado para provocar, en el espectador que sepa degustarlo, una revelación estética o un asombro metafísico.

NOTAS

[1] ALBERT, Susan L., Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte, Conaculta/Turner, Madrid 2004, p. 66. 
[2] Citado por ALBERT, Susan L., Op. cit., p. 75. 
[3] JUANES, Jorge, Leonardo da Vinci. Pintura y sabiduría hermética, Editorial Itaca, México 2009, p. 20. 
[4] PANOFSKY, Erwin, Estudios sobre iconología, Alianza Universidad, Madrid 1972. Según Panowski, una vez distinguida la Forma, el Contenido temático natural o primario se subdivide en fáctico y expresivo y se percibe «por la identificación de formas puras, es decir, ciertas configuraciones de línea y color […] como representaciones de objetos naturales […] y percibiendo tales cualidades expresivas como el carácter doloroso de un gesto o una actitud […] Una enumeración de estos motivos sería una descripción pre-iconográfica de la obra de arte» (p. 15). El Contenido secundario o convencional lo percibimos, por ejemplo, «al comprobar que una figura masculina con un cuchillo representa a San Bartolomé, que una figura con un melocotón en la mano es la representación de la Veracidad […] Al hacerlo así relacionamos los motivos artísticos y las combinaciones de motivos artísticos (composiciones) con temas o conceptos. Los motivos, reconocidos, así, como portadores de un significado secundario o convencional, pueden ser llamados imágenes» (p. 16). Por último, el Significado intrínseco o Contenido lo percibimos indagando aquellos supuestos que revelan la actitud básica de una nación, un período, una clase, una creencia religiosa o filosófica —cualificados inconscientemente por una personalidad y condensados en una obra» (p. 17). 
[5] CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alain, Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, Sexta Edición 1999, p. 587. 
[6] PREISNER, Claus y FIGALA, Karin (eds.), Alquimia. Enciclopedia de una ciencia hermética, Herder, Barcelona 2001, p. 263. 
[7] Íbidem, p. 46. 
[8] CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alain, Op. Cit., p. 607. 

domingo, 3 de junio de 2012

De la seducción como símbolo

(Si Bombal le dijera a Baudrillard)

Maritza M. Buendía

¿Qué oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento de contestación? Una autonomía, una diferencia, un deseo y un goce específicos, otro uso de su cuerpo, una palabra, una escritura –nunca la seducción. Ésta les avergüenza en cuanto puesta en escena artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real.

Jean Baudrillard, De la seducción

Hubo un tiempo (hace –en verdad– una infinidad de tiempo), cuando las mujeres gozábamos de una íntima relación con la naturaleza. Solíamos arrancar las frutas maduras de los árboles, y nos alimentábamos de los insectos o de la leche de las cabras. Vestidas de viento o de lluvia, vivíamos en grutas o en cuevas (poco importaba), y pisábamos la hierba fresca con nuestro pie descalzo. Era tan común que el agua de los ríos suspirara sin cesar por en medio de nuestras piernas o que los rayos del sol nos empujaran a abrir los brazos hacia el cielo para seguir caminando, para seguir existiendo.

Un tanto alegres o mareadas, después de la fatiga de la caza nos tirábamos encima del pasto, a la orilla del río, para permitir la caricia y el canto rodado de los guijarros. Para entonces, aún «ignorábamos que los seres embellecieran cuando reposan extendidos».[1] Casi al unísono, los sapos salían a nuestro encuentro. Oráculos ladinos, su enmienda era relatarnos nuestra última –y única– historia de amor: la que se inscribiría por siempre en las líneas y en las constelaciones de nuestra mano, la que se repetiría bajo el amparo de un eterno eco, de los labios de la madre a los labios de la hija. «Es muy posible desear morir», creíamos escuchar en el ronco croar de los sapos o en el aletear de las gaviotas, «porque se ama demasiado la vida».[2]

Tan plenas de colores, de sabores y de aromas, libremente, nos dejábamos caer en la inmensidad del sueño. Boca arriba, boca abajo. Y no, nunca advertimos la censura. ¿Pero qué culpa puede imputársele a la inocencia o al desarreglo de los sentidos si nuestro «único anhelo era estar solas para poder soñar, soñar a nuestras anchas»?, [3] ¿si sólo buscábamos desenredar con mesura y comedimiento cada uno de los pececillos, fosforescentes y diminutos, que como tercas peinetas se aferraban a lo largo de nuestro cabello?

Sí, nuestro cuerpo era hermoso y perfecto: brazos largos y blancos, piernas fuertes. «Alrededor de nosotras, la niebla prestaba a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva». [4] Éramos una nota de coincidencia que fácilmente se dejaba envolver entre los aromas tersos de la noche o en el insolente rocío de las mañanas. Era la magia de sabernos adivinas, brujas o vampiras, hadas o ninfas. ¿Acaso, en verdad, el nombre importa, si es «muy sabido que tanto en las mujeres como en los gatos, la curiosidad siempre triunfó por sobre toda otra pasión»? [5]

Convencidas de nuestra fuerza y misión, nuestra voluntad se concentraba en el capricho de un oscuro secreto: sabíamos del mar, de la tierra, de las palabras precisas, de los silencios, «del dolor cuya quemadura no se puede soportar». [6] Y así, fue imposible escuchar cualquier advertencia. «¿Por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?» [7]
 
Leíamos las manos de los hombres, las que permanecían envueltas de un fuego terso, y éramos capaces de enumerar el infinito a lo largo de sus pestañas. Y no sin quemarnos, predestinamos por siglos un destino común: un aquí, un ahora, un hombre que se va, un hombre que se queda. «Teníamos la sensación de vivir estremecidas». [8]

Porque sabíamos leer el trayecto de los caracoles y seguir el rumbo de las estrellas para predestinar el éxito de la cosecha. Porque levantábamos los brazos al cielo y nos dejábamos envolver por la calidez del aire. Porque la ingravidez de nuestra inconsciencia nos permitía la concreta búsqueda de nuestros deseos. Porque hacíamos infusiones de hierba madreselva para retener en nuestro pecho al hombre favorito. Porque

(…) del centro de nuestras entrañas nacía un hirviente y lento escalofrío que junto con cada caricia empezaba a subir, a crecer, a envolvernos en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarnos la garganta, cortarnos la respiración y sacudirnos para arrojarnos finalmente, exhaustas y desembriagadas, contra el lecho revuelto. [9]

Y muy al final, convocando con nuestra entraña y nervio, al silencio más puro y cristalino, de la conjunción del universo provocábamos la luna correcta –la entera, la plural, la infinita–. La luna que nos permitiría engendrar en nuestro vientre el calor de un amor recién nacido, recién comprado.

Sí, un algo «que podría salvarnos. Un hijo tal vez, un hijo que pesara dulcemente (…)»[10]

Entonces, ya no era necesario seguir muriendo.

NOTAS

[1] BOMBAL, María Luisa, La última niebla. La amortajada y otros relatos, Planeta, México, 1999, p. 15. Para un mejor uso de las citas se ha tomado la libertad de cambiar el uso del singular utilizado por Bombal al plural utilizado por la autora de este texto.
[2] Ibid, p. 18.
[3] Ibid, p. 23.
[4] Ibid, p. 43.
[5] Ibid, p. 59.
[6] Ibid.
[7] Ibid, p. 142.
[8] Ibid, p. 34.
[9] Ibid, p. 134.
[10] Ibid.