domingo, 17 de abril de 2011

La Estrella y la Luna


Hacia una tipología arquetípica de los personajes literarios

Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo

Entre todas las categorías del análisis narrativo, la noción del «personaje» es una de las más confusas y menos investigadas. Para remediar esa indefinición, Ducrot y Todorov delimitan cuatro categorías presentes dentro del «personaje literario»: como representación lingüística de una persona, como punto de vista de los sucesos, como un sujeto dotado de ciertos atributos, o como expresión de una psicología tácita. Con base en una o varias de estas categorías, se han ensayado diversas clasificaciones. Las tipologías formales analizan los atributos, la importancia y la complejidad de los personajes para distinguir a los estáticos de los dinámicos, a los principales de los secundarios, a los chatos de los densos. Las tipologías sustanciales, en cambio, los catalogan de acuerdo con sus funciones dramáticas o narrativas, como lo hace Propp cuando habla del agresor, el donante, el auxiliar, el padre, el mandante, el héroe y el falso héroe, o Greimas cuando determina las relaciones entre los actantes del relato: sujeto, objeto, emisor, destinatario, adversario, auxiliar. [1]

Las tipologías anteriores, cimentadas sobre el sentido literal del relato, podrían conducirnos a otras, tan complejas como lo exija la intención del lector o del crítico. En la literatura abundan los personajes que contienen potencialmente un sentido metafórico, simbólico o mítico. Los personajes homéricos de Ulises, Penélope y Telémaco, por ejemplo, más que representar a «personas» concretas, nos remiten a las figuras míticas del Padre ausente, la Madre que espera y el Hijo que busca. Podemos sospechar que ciertos relatos literarios, de manera más o menos implícita, ponen de manifiesto a esos «contenidos del inconsciente colectivo» que Carl Gustav Jung ha denominado «arquetipos»: esos tipos arcaicos y primitivos que reflejan la naturaleza del alma y ponen de manifiesto el estrato más profundo del inconsciente, un estrato que trasciende a los individuos, que es idéntico en todos ellos y «constituye así un fundamento anímico de naturaleza suprapersonal existente en todo hombre». [2]

De acuerdo con Jung y sus discípulos, existen tres arquetipos primordiales: el Anima, el Animus y la Sombra. El Anima es el arquetipo de la «vida», está relacionado con los elementos del agua y el aire, y se proyecta en forma femenina como madre o diosa, sirena o sacerdotisa. El Animus, es el arquetipo del «sentido», está relacionado con los elementos del fuego y la tierra, y se proyecta como padre o dios, ogro o rey. La Sombra, por su parte, está relacionada con la figura del doble, con «el otro lado» de la persona, «el otro yo» y, en general, con las cualidades y atributos desconocidos o poco conocidos del ego, así como con los «valores necesitados por la consciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlas en nuestra vida».[3] En el ejemplo citado de la Odisea, parece evidente que Ulises expresa literariamente al Animus, Penélope al Anima y Telémaco al hijo que busca su Sombra.

Ahora bien, parece obvio que estos arquetipos no se manifiestan en su forma pura sino modificados por una serie de arquetipos que «no son personalidades, sino más bien situaciones, lugares, medios, caminos, etcétera, típicos que simbolizan los distintos tipos de transformación».[4] Para visualizar en su conjunto estos arquetipos, Jung propone las imágenes del tarot. De acuerdo con sus criterios, estos arcanos expresarían diversas manifestaciones del Anima (como Sacerdotisa, Emperatriz, Fuerza, Justicia, Estrella o Templanza) o del Animus (como Hierofante, Emperador, Loco, Mago o Ermitaño), y el resto podrían representar transformaciones (la Muerte, el Diablo, el Camino, la Torre, el Juicio, la Fortuna) mediante las cuales cualquier arcano se asimila o se integra o se confunde con su Sombra. De ese modo, la Fuerza podría, por intervención del Diablo, fortalecer al Mago; por influjo de la Luna, la Emperatriz conocería la Templanza, y el Emperador, por un giro de la Fortuna, dejaría sus corona para vagar como el Loco.

El siguiente paso parece natural, casi inevitable: considerando el carácter polisémico del discurso literario, nada impide analizarlo a través de los conceptos de Jung, sobre todo cuando el texto insinúa contenidos míticos, alegóricos o inconscientes. En esos casos, podría estudiarse la esencia, los atributos y el comportamiento de los personajes literarios para ubicar, mediante analogías arquetípicas, cuáles arcanos habitan secretamente el interior del texto, así como responder de qué manera le otorgan un sentido adicional. A manera de ejemplo, podríamos estudiar un cuento de Inés Arredondo titulado «Wanda», incluido en su volumen Los espejos (1988).

Debido a su carácter netamente simbólico, Raúl puede ser asociado a dos cartas del tarot: el Amante, dividido entre dos posibilidades amorosas, y el Loco, extraviado y sin rumbo. Su transformación, sin embargo, depende de otro personaje, Wanda, que puede ser descrita a través de la Estrella y la Luna. Dos elementos pares o «gemelos» resaltan en estos últimos arcanos: en la Estrella, una mujer desnuda en la orilla de un riachuelo vierte agua de dos jarras rojas: una corre hacia el río, la otra es derramada hacia la tierra. En la Luna, dos perros ladran furiosos a la Luna. Al igual que la Estrella, Wanda también se muestra desnuda y expuesta en los sueños de Raúl, el joven protagonista del cuento. Esta desnudez transgrede de entrada con el estado habitual de los cuerpos: «el estar vestidos». Gracias a este atributo, y debido a que ninguna ropa la vincula con un determinado grupo social, Wanda se percibe como un ser libre y misterioso, en sutil contacto con la naturaleza. Su único vestido se teje a partir de los símbolos que la acompañan y le dan vida a lo largo del relato. De cabello largo y boca «hambrienta con calor de rosa», Wanda es agua pura, salada, que murmura y canta en un lenguaje desconocido, en un «idioma que se sentía tan antiguo como el mar».[5]

El mar, y todo lo que el mar implica en el cuento de Arredondo (las caracolas, la frescura, los peces, el calor, el silencio), configura el mundo onírico donde se suceden los encuentros amorosos entre Wanda y Raúl. Este plano encuentra su clara oposición con otro: el mundo de la tierra y de la vigilia, donde Raúl tiene una familia como cualquier otro y vive una vida parecida a la de cualquiera. Así entendidos, el mar y la tierra funcionan como dos fuerzas opuestas que se atraen y se rechazan mutuamente, a semejanza de las dos jarras rojas que sostiene la mujer en la Estrella. El mar nutre a la tierra. Ésta se deja nutrir. El mar fluye, atrae a la tierra a su centro. La tierra se deja fluir. Hay mucho de contención, de espesura y de nostalgia entre ambas fuerzas, de deseo por recuperar un tiempo perdido o un pasado mágico (mítico) que, ciertamente, alguna vez el hombre poseyó. Conocedora del peligro y de las consecuencias, Wanda echa a andar ambas fuerzas porque es «una sacerdotisa de la naturaleza [que] inicia la tarea de descubrir en los acontecimientos de la existencia terrenal un modelo que corresponda al designio celestial».[6] Por eso, el deseo contenido que experimenta Raúl durante la vigilia, y que lo lleva incluso a sugerir o a imaginar una relación incestuosa con su pequeña hermana, es el mismo deseo que se disemina entero en la infinitud del agua. Deseo que convoca, fertiliza y se reconforta en el oleaje profundo del mar, en Wanda y «los abismos del ahogo y del placer inconmensurables».[7]

Pero cuando el agua de la tierra se desborda, poderosa, hacia el agua del río, cuando se rompe el equilibrio y uno de los opuestos sobrepasa y contamina al otro es porque el arquetipo se transforma en su Sombra. En el cuento de Arredondo, este paso de un arcano a otro se representa en un momento clave de la historia: cuando Raúl olvida a Wanda para entregarse a las caricias de una prostituta. Fracturada la armonía ya no existe el retorno: es imposible que Raúl recupere su antigua capacidad de vuelo y de abandono. El papel sereno y apacible que inicialmente introduce la Estrella a la narración se rompe ante la presencia de la Luna, quien arrebata a la tierra su papel creativo y deja agotados y sin rumbo a sus habitantes, tal y como se encuentra Raúl después de la pérdida de Wanda.

Al mismo tiempo, la influencia de la Luna se entrelaza y recuerda a otros arquetipos y a otros mitos: a Diana, la diosa cruel y vengativa, y a Acteón transformado en siervo. La Wanda de Arredondo, la que se percibía tersa y suave, plena de mar y envuelta de poesía, es ahora severa e inflexible, muy parecida también a la Wanda de Leopold Sacher Masoch, en La Venus de las pieles. Este proceder deja a Raúl sin alternativas: como uno de los perros de la Luna, como Acteón-siervo, nadie puede escucharlo, nadie puede entenderlo. En adelante, «ha perdido el contacto con cualquier aspecto de su ser humano. Sumergido ahora en los niveles del reino animal está […] inmerso en el acuoso inconsciente […] Ninguna mano alcanza a prestarle ayuda, ninguna estrella ilumina su cielo».[8] En el cuento, el único camino es la muerte. Desde su garganta de bestia y a semejanza de Acteón, Raúl, a punto de morir ahogado de pulmonía, imagina que se acerca al mar y que recupera a Wanda por un instante. No es así. La transformación es definitiva: ambos se han convertido su respectiva Sombra. Por la mala elección de Raúl-Amante, Wanda-Estrella se transfigura en Wanda-Luna. Y por influjo de ésta, aquél se transforma en Raúl-Loco: atacado, como Acteón, por sus propios perros. Por ese par de perros que, en el arcano respectivo, le aúllan enfurecidos a Wanda, su Señora.


NOTAS

1. DUCROT, Oswald y TODOROV, Tzvetan, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México 1998, pp. 259-264.
2. JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós, Barcelona 2009, p. 10.
3. FRANZ, M. L. von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav (compilador), El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid 1966, p. 170.
4. JUNG, Carl Gustav,
Arquetipos e inconsciente colectivo, op. cit., p. 64.
5. Cfr. ARREDONDO, Inés, «Wanda», en Obras completas, Siglo XXI, México, 1998.
6. NICHOLS, Sallie, Jung y el Tarot, Kairós, Barcelona, 2005, p. 408.
7. ARREDONDO, Inés, op. cit., p. 216.
8. NICHOLS, Sallie, op. cit., p. 433.


viernes, 1 de abril de 2011

Y como símbolo, la luz


Marco Antonio Flores Zavala


Sin renunciar a la tradición y a las múltiples leyendas de sus antepasados, la masonería posee tres elementos básicos que la proyectan como sociabilidad moderna. Primero: es una asociación formal regulada por una estricta normatividad. Sus principios primigenios provienen del siglo XVIII y la redacción de los reglamentos es previa al ingreso de los integrantes. En las reuniones donde se llevan a cabo sus rituales, un manual escrito señala las pautas a seguir, lo que debe y puede realizarse.

Segundo: es una asociación que establece una relación social cerrada. Para la discusión de las formas de gobierno, los masones pueden expresarse a través de la voz y del voto. No obstante, ellos son los únicos que intervienen en sus ceremonias. Modelo liberal que proyecta al individuo como soberano de sus opiniones, que se consideran hermanos y se dan ese trato tanto al interior como al exterior de su congregación.

Tercero: las reuniones de los masones ocurren exclusivamente en la logia. La logia es una habitación que debe contener los elementos materiales necesarios (asientos, mesas, pódium, etcétera) para la permanencia de sus integrantes y el desarrollo de las ceremonias, y es decorada con alegorías (pinturas, esculturas, distribución de objetos y de personas) que representan el universo. En sus ceremonias, los masones portan varios objetos-insignias que simbolizan el proceso de perfeccionamiento del ser hombre, el deber cívico republicano. Templo, taller, santuario y escuela, funcionan como sinónimos de la palabra logia.

El fin explícito de la masonería es el estudio de la filosofía moral para conocer las prácticas de las virtudes. En sus reuniones, los masones “trabajan”. En Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Juan Paliza explica:

Conforme a este símbolo [el trabajo], los masones se denominan obreros y el conjunto de ellos se simboliza por la colmena, puesto que las abejas obreras son trabajadoras por excelencia. Estos trabajos masónicos se llevan a cabo “a la gloria del Gran Arquitecto del Universo”, o sea el albañil máximo, el sumo hacedor: Dios. Una lección de la masonería es ésta: “no hay culto más elevado que el trabajo”.[1]

La masonería se distingue de otras reuniones-tipo del siglo XVIII (tertulia, sociedad de amigos, club) porque todo en su haber y hacer es una simbolización. Y lo es desde sus orígenes medievales, aquello que se denomina masonería operativa, la de los constructores/alarifes de edificios. José Antonio Ferrer Benimeli afirma: “Los símbolos servían de regla aplicándolos al arte, y se tenía por distinguidos a quienes comprendían y los utilizaban convenientemente”.[2] Además del compás, la escuadra, el nivel y la regla, se encuentran los números tres, cinco, siete y nueve como reminiscencia pitagórica.

En Liturgia del grado de compañero, en una de las partes que forma el ritual de ascenso de aprendiz a compañero (segundo nivel de conocimiento masónico, aprendiz es el primero), el Muy venerable maestro dirigente de la logia interroga:

—¿Qué habéis comprendido por verdadera luz?
—¿Qué opinión os formáis acerca del simbolismo que usamos los masones?
—¿Creéis necesario ese simbolismo?
[3]

Es importante señalar que los rituales y símbolos (tradicionales y de lectura) provienen de diversas corrientes de pensamiento, como los gnósticos, los cabalistas o los filósofos herméticos. En la cuestión cívica, espacio donde la logia ejerce su mayor influencia hacia el exterior, se encuentran las reflexiones de los ingleses Francis Bacon, John Locke, Anthony Collins y John Toland, principalmente.

Asentado que en la francmasonería todo es símbolo, atendamos un elemento: la luz.[4] Aunque la metáfora de la luz es la forma más antigua y universal que existe para referirse a la divinidad, los masones ostentan tal título porque han recibido la luz. En eso consiste precisamente la iniciación. Es necesario que alguien capacitado la transmita. Luego, la iniciación despierta la luz interior e ilumina. Es como el fruto de la unión del cielo con la tierra. El primer matrimonio entre el Creador y la criatura, como dirán los alquimistas.

El proceso de neófito a francmasón se “vive en la oscuridad”: viajes, interrogatorios, pruebas y sólo hasta al final se recibe la luz. Se pasa entonces de la noche, de las tinieblas, a la experiencia iniciática. “En ciega oscuridad entran quienes veneran la ignorancia, pero quienes se deleitan con el conocimiento entran en una oscuridad mayor”. En este tenor, existen dos noches: la vida profana y la iniciática, donde la oscuridad es total y se asemeja a la muerte. En la ceremonia, la recepción de la luz está precedida por esa muerte (testamento incluido), que sitúa al aspirante en un lugar donde la ausencia de luz es absoluta. Ha muerto voluntariamente, estado necesario para experimentar con provecho lo que vendrá: morir para renacer.

Pere Sánchez afirma: “Cuando un individuo es realmente iniciado y realiza su camino en el Arte Real, puede convertirse en la ‘luz del mundo’ y guiarlo hacia su regeneración”. Desde ahí, contempla las tres grandes luces del templo: la escuadra, el compás y el volumen de la Ley Sagrada, que en la masonería del Rito Escocés Antiguo y Aceptado está abierto por el prólogo del Evangelio de Juan. Este libro siempre está presente, pues la masonería localiza un tópico en él: la luz como manifestación del verbo, la palabra que debe ser reencontrada: “En el principio era la Palabra […] En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres […] La palabra era la luz verdadera […] y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (1, 1-14). Pere Sánchez confirma: “Estos primeros versículos de Juan contienen todo el misterio de la iniciación masónica y también su objetivo: recibir la luz de Dios”.

NOTAS

[1] PALIZA, Juan, Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Edición de autor, México, 1930, p. 22.
[2] FERRER BENIMELI, José Antonio, La masonería, Madrid, 2005, pp. 26-27.
[3] SÁNCHEZ FERRE, Pere, “La luz en la iniciación masónica”, Libro de trabajo, Madrid, 2002, pp. 103-135.
[4] Cfr., Ibid, pp. 107-117.