jueves, 24 de febrero de 2011

Ecos de Eloísa. Semántica de la espera y de la inútil paciencia.


Maritza M. Buendía






Es pues
un enamorado
el que habla
y dice...
Roland Barthes[1]


1. (BREVES) FUNDAMENTOS PARA UNA SEMÁNTICA

El tiempo de los amantes es el tiempo de la espera. Anterior al encuentro y a la fusión de los cuerpos, lo que en apariencia fracturaría el mundo de las obligaciones para albergar la presencia del mito, la espera se traduce en uno de los elementos o figuras que pone a prueba nuestra decidida naturaleza humana; es decir, nuestra elección por lo profano –herencia o estigma– matizado siempre por el anhelo o la esperanza de acariciar lo absoluto. En específico, al interior de una relación amorosa, el enamorado se desviste de cualquier rasgo de pudor y en un acto que sólo evidencia su capacidad de arrojo, deposita lo sagrado en la persona amada, en cuanto de luminoso y eterno es capaz de vislumbrar en ella. Templo y altar de su devoción.
A partir de ello, y como resultado de los constantes periodos de paz y de desasosiego por los que transita, el enamorado confabula un discurso en fragmentos, donde los trozos de palabras se mezclan con el instinto y el esfuerzo por querer dar un nombre a aquello que atormenta en una clara intención de conceptualizar al sentimiento.
Roland Barthes explica:

Dis-cursus es, originalmente, la acción de correr de aquí y allá (…) En su cabeza, el enamorado no cesa en efecto de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos de lenguaje, que le sobrevienen al capricho de circunstancias ínfimas, aleatorias. Se puede llamar a estos retazos de discurso figuras (…) Así sucede con el enamorado presa de sus figuras: se agita en un deporte un poco loco, se prodiga, como el atleta; articula, como el orador; se ve captado, congelado en un papel, como una estatua. La figura es el enamorado haciendo su trabajo.[2]

El lenguaje del enamorado se sustenta en figuras inconexas, mismas que, paradójicamente, buscan conjuntarse en una totalidad significante. Relato de un sentir y de un actuar que se ampara en el deseo de favorecer –él también y a través de su propia hilaridad– la presencia de lo sagrado. De tal suerte, las cualidades que califican al tiempo de la espera y que constituyen su esencia, lo vinculan a otro estrato, a la creación de un nuevo mito que se engendra, despliega o prolonga siempre de uno anterior: el mito del amor. Entonces, sumido en su entrega, el enamorado escribe: “La separación de nuestros cuerpos aproximó nuestros corazones más aún; nuestro amor, privado de todo consuelo, se acrecentó”.[3]

2. LA NATURALEZA DE LA ESPERA Y DE LA INÚTIL PACIENCIA

Estoy sentada en un café. Observo el reloj que cuelga de la pared. Comparo la hora con mi reloj, quizá el mío está adelantado. Cinco minutos son importantes, cinco minutos hacen la diferencia. La puerta se abre. Cualquier persona que entra, hombre o mujer, me provoca un sobresalto: unas cejas arqueadas y tupidas (un gesto), un batir de manos en el aire (un movimiento), una camisa azul (un color). Descubro que soy propensa a la exageración. Con facilidad sobredimensiono el más mínimo detalle para atribuirle a otro un parecido con la persona amada. Y la simpleza de ese acto –a pesar de su ingenuidad– me estremece. “¿Quién, me pregunto, cuando tú aparecías en público, no acudía a mirarte, y cuando te alejabas no te seguía con los ojos, estirando el cuello?”[4]

Una vez disipada la incertidumbre, el momentáneo desarreglo de mis sentidos regresa a la compostura… Aunque, desde la ventana, todos los autos blancos se parezcan al de él. “Tú sabes, amado mío, y lo saben todos los demás, cuánto he perdido en ti”.[5]

No puedo ni debo moverme. Estoy sentada en el último reservado, al fondo, en el lugar menos llamativo, en el más arrinconado. “La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme”.[6] Me incomoda que los otros adivinen mi impaciencia, que interroguen con la mirada. ¿Acaso no ven que estoy atada a la silla? Tal vez me he desmayado… Tal vez empecé a morir...

Encima de la mesa escucho el silencio de mi celular. Debe llamar. Debería. Eso es lo lógico, lo cortés: Mira, se me ha hecho tarde –y dejarme fluir en su cálida voz. Sí, el tráfico, los imponderables. Por enésima ocasión, reviso mi celular: batería bien, memoria suficiente, tono normal. ¿Por qué no llama? Justo ahora envisto a mi celular de pequeñas interdicciones que soy apta de extender hasta la necedad o el desvarío. Nadie, en lo absoluto, puede tocar mi celular; nadie debe contaminarlo, ni siquiera yo. ¿Y si por un error involuntario activo una función que me impida luego recibir noticias suyas? No puedo distraerme: no como, no tengo cabeza para leer, no voy al baño. Sé qué sufriré lo indecible si alguien más me llamara por teléfono. “A veces, quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado”.[7] Nada ni nadie puede sacarme del estado en que me encuentro: deliro, espero. Sólo existe mi espera y mi delirio.

La naturaleza misma de la espera aguarda a que yo me sumerja en la angustia. En consecuencia, suplico al viento por un mensaje de texto: “Te conjuro a devolverme tu presencia, en la medida en que te sea posible, enviándome algunas palabras de consuelo”.[8] La magia de unas cuantas palabras volverían la espera dulce. También justificable.

Y mi celular…

Y su silencio...

3. LAS PREGUNTAS DE ELOÍSA

¿Por qué me has negado el júbilo de la entrevista”…
Eco
… “el consuelo de tus cartas?[9]
Eco.

4. UN MANDARÍN ENAMORADO

En ocasiones, el enamorado predice o avizora, juega a que todo termina en el momento en que él así lo decida. Juega a que no espera. En su interior, y de una manera extraña, sutilmente perversa, está consciente de que ése a quien espera es una más de sus invenciones, un ideal que ha fabricado año tras año, lectura tras lectura, hasta provisionarle un cuerpo y otorgarle una voz. Y juega porque comprende que ese ideal no se corresponde en lo más mínimo con la persona que imagina amar. Por eso, es justo reconocer que el enamorado sabe de los alcances de esta verdad; sabe, pero finge haberlo olvidado.

De tal suerte, el tiempo de la espera en realidad funciona como un capricho de la razón, intento por fabricar el mito de la espera, pues con su lenguaje aleatorio y descompuesto, el enamorado se concede el lujo de intervenir –o de creer intervenir– en un espacio que no le corresponde, en un espacio que sólo le pertenece por instantes.

Finalmente, con su debilidad acuestas e incitado por la pasión, el enamorado se transforma en un dios cruel y vengativo, cuya facultad creativa encuentra sentido y resonancia en su papel de destrucción. El que espera –y sólo él– experimenta la felicidad de la angustia porque gracias a ella ha fraguado una nueva caricia: un mito que lo acerca al infinito. No obstante, habitará en él la voluntad de abrir los ojos y despertar del sueño, de regresar al mundo de lo profano: él también tiene un trabajo y una serie de obligaciones. Él, que se presumía enamorado, ya no lo está. Ahora es un cualquiera (sin sexo y sin vestido) que se levanta de su asiento, que toma su celular de encima de la mesa, que camina y se pierde entre el ruido de la calle.

Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. “Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana”. Pero en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.[10]


NOTAS

[1] BARTHES, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 1982, p. 19.
[2] Ibid, p. 13.
[3] Cartas de Abelardo y Heloísa, Hesperus, Barcelona, 1997, p. 53.
[4] Ibid, p. 97.
[5] Ibid, p. 95.
[6] BARTHES, Roland, op. cit, p. 124.
[7] Ibid, pp. 125-126.
[8] Cartas de Abelardo y Heloísa, p. 99.
[9] Ibid, p. 98.
[10] BARTHES, Roland, op. cit, p. 126.

jueves, 3 de febrero de 2011

Automatismo y extrañamiento en "Le fabuleux destin d'Amélie Poulain"


Verónica Izchel Adame Aguilera


Inhalas, exhalas. Caminas por la calle, ves una película, comes, te rascas la nuca, le coqueteas al vecino. Inhalas, exhalas. Jamás has dejado de respirar, pero no te detienes a pensar que tus pulmones se llenan de aire, de humo de cigarrillo, del olor de la comida al calentarse, de la alcantarilla donde a tu madre se le ocurrió pararse cuando fue a dejarte al teatro.

Inhalas, exhalas…

"Una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas"[1]. Sí, como respirar. Respiras mientras tu vida fluye y ya no le das importancia. Sin embargo, si lees en las páginas de un libro acerca de la respiración, si lo observas en una pantalla o si se presenta alguna enfermedad, quizá te detengas a darle un verdadero lugar en tu vida. Y es esto lo que pretende el arte con el concepto de desautomatización: un alto, una detención. Y son estos los detalles que hacen de la vida de Amélie algo mágico.

Le fabuleux destin d'Amélie Poulain es una película francesa catalogada en el género de comedia romántica. Estrenada en el 2001, su lema es: "Ella cambiará tu vida..." Y en efecto, si conoces a una mujer que desarrolla pequeños placeres como meter la mano en un saco lleno de granos, romper con la cuchara la capa de azúcar caramelizada de una crème brûleé, ver la cara de la gente en la oscuridad del cine, lanzar piedras en el canal de Saint-Martin o tratar de adivinar cuántas personas tienen un orgasmo en un determinado momento, entonces descubres que la vida está llena de tantos detalles que el automatismo es un insulto a la existencia.

"El objeto se encuentra delante nuestro, nosotros lo sabemos, pero ya no lo vemos. Por este motivo no podemos decir nada de él"[2]. Así se lleva a cabo la sucesión de nuestros días, con las cosas y las personas delante de nosotros. Las conocemos, las tratamos, pero no podemos decir nada de ellas. En el filme, una voz en off se encarga de rescatar esos detalles perdidos. La aparición de un personaje incluye una breve mención de su vida y de sus gustos, datos que son prácticamente irrelevantes para la trama pero que ayudan a captar la atención del espectador y desatan la imaginación. "Suzanne, la dueña, cojea un poco, pero nunca derrama nada. Como antigua artista del desnudo, le gustan: los atletas que lloran por desilusión. Le disgusta ver que un hombre sea humillado frente a sus hijos"[3]. Pormenores que te llevan a recordar a tus amigos o a las situaciones vividas. Y si alguien pasa en ese momento cerca de ti, comienzas a preguntarte qué es lo que le hace diferente, ese desconocido deja de ser un cuerpo deambulando para convertirse en una persona, sus acciones adquieren repentinamente un sentido, una consciencia que te saca del abismo, porque "si la vida compleja de tanta gente se desenvuelve inconscientemente, es como si esa vida no hubiese existido"[4].

La primera misión de Amélie comienza con un descubrimiento casual en el baño de su apartamento: un pequeño cofre enterrado por un niño de los años cincuenta donde están los tesoros de su infancia. "El 31 de agosto, a las 4:00 a.m., Amélie tiene una idea espectacular: donde quiera que esté, Amélie encontraría al dueño y le devolvería su tesoro. Si lo conmovía, se convertiría en una vengadora del bien. Si no, pues no"[5]. El pensar adoptar dicha profesión remite a una vida libre de preocupaciones, con el tiempo suficiente para buscar a un desconocido. Una vida poco común, sorprendente. Su búsqueda primera conduce a Amélie a diversos personajes que van adquiriendo peso en la historia, como su vecino, "El hombre de vidrio", quien nace con una enfermedad que hace su esqueleto igual de frágil que el cristal, motivo por el que no ha dejado su apartamento en veinte años. Eventualmente llegará a Nino Quincampoix, el fin último de su búsqueda.

Víctor Shklovski, en "El arte como artificio", hace referencia al procedimiento de singularización en Tolstoi que "consiste en no llamar al objeto por su nombre sino en describirlo como si lo viera por primera vez, y en tratar cada acontecimiento como si ocurriera por primera vez"[6]. La narración de un viaje para un ciego podría recibirse como esa primicia en el conocimiento de las cosas. No dudamos que sepa por dónde camina si el trayecto le es conocido, no dudamos que sepa de las tiendas que va pasando o del lugar donde se encuentre un escalón, pero al ser narrado, ese camino se vuelve un sendero que pisa por primera vez. Y la protagonista de la película se encargará de ello, transforma así un trayecto automatizado en un camino de extrañamiento.

La constante en la película es la peculiaridad con que Amélie ve el mundo, desde su tormentosa niñez hasta el momento en que encuentra el amor en los brazos de un hombre muy parecido a ella. La sucesión de eventos se muestra saturada de descripciones y de argumentación. Los hechos que cambian su vida nos llegan sin economía de lenguaje y presentados de manera llamativa e imposible a veces, mas no inverosímil. La vida de esta dama no está fuera de la realidad, sólo se desenvuelve en la imaginación. Es esto lo que transforma a dicha película en una puerta al extrañamiento, puerta que rompe con la idea cuadrada de una vida común.
Sentarte a ver el filme que ostenta una portada tan sencilla, crea el prejuicio de una historia simple que en realidad no lo es, pues el ir descubriendo una manera distinta de percibir el día a día te llena de una satisfacción inexplicable y natural. Son muchos los detalles que cumplen esta función y lo más conveniente para identificarlos sería vivirlos.

Puedo concluir diciendo que el arte se vuelve artificio cuando inicia la construcción de un más allá, cuando al lector o al espectador se le revela el hecho de que caminar no es poner rítmicamente un pie delante de otro, que algo tan sencillo como un proceso natural de supervivencia (como la respiración) se transforma en el punto de partida para un universo nuevo. El arte te llena el mundo de imágenes cuando resuelves abrir los ojos y restituir un tesoro infantil, cuando decides enamorarte de Amélie y encontrar placeres en las cosas más pequeñas y personales.

Le fabuleux destin d´Amélie Poulain es en concreto una imagen que se desenvuelve en el automatismo de un pasatiempo, porque ¿qué tiene de extraño el sentarse a ver una película? La desautomatización se presenta cuando esa película te llena de tantas y de tan variadas sensaciones que, a su término, buscarás una excusa para salir a redescubrir el mundo. Para convencerte, con el más mínimo suceso, de que tienes una misión en la vida o de que eres el destino de alguien más. La película te inunda de ganas de no volverte a enfrentar a la realidad, y es cuando agradeces que el arte haya acuñado el extrañamiento.

NOTAS

[1] SHKLOVSKI, Víctor, “El arte como artificio”. En ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, Textos de teorías y crítica literarias. Del formalismo a los estudios postcoloniales, UAM-Iztapalapa, Universidad de La Habana, México, 2003, p.32.
[2] Ibid, p. 34.
[3] JEUNET, Jean-Pierre, Le fabuleux destin d´Amélie Poulain, Francia, 2001.
[4] Nota del diario de Tolstoi, 28 de febrero de 1897. En ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, op. cit., p. 33.
[5] JEUNET, Jean-Pierre, op. cit.
[6] ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, op. cit., p. 34.