martes, 19 de octubre de 2010

Hermenéutica del beso


Maritza M. Buendía





Orígenes del beso


Es interesante descubrir que Sigmund Freud sitúa los orígenes del beso en la alimentación: el pecho de la madre, según él, prepara al bebé para el beso del amante. «Un beso cuenta toda la historia de la humanidad. La succión y la utilización de la lengua necesarias en el acto de chupar del pecho […] son esencialmente las acciones utilizadas en el besar».[1]

El beso imita el acto de mamar o el de alimentar a otro: recuerda el tiempo en que la madre primero masticaba la comida antes de pasarla al hijo.

El beso es un comer sin devorar.

Así lo concibe Hadewijch, poeta flamenca del siglo XIII: «Tener hambre y devorar rememoran sin ambigüedad la unión física de dos cuerpos. Comer significa a la vez fusionar con el otro en la unión erótica del beso bucal, llegar a estar encinta del otro, sentir que otro ser te empuja en el vientre».[2]

Sí, el beso como metáfora de la actividad sexual. Metáfora que, en ciertos casos, se transforma en símbolo.

Hermenéutica del beso

Recordemos a Paul Ricoeur: para hablar de una expresión metafórica es forzosa una tensión entre dos interpretaciones opuestas de la misma. La interpretación literal de un beso nos encaminaría, más o menos, a lo siguiente: acción de succionar que se produce al poner en contacto dos pares de labios y/o dos lenguas. Pero para lograr la tensión que exige toda metáfora es preciso encarar a ello una segunda interpretación: el beso como evocación del acto sexual. Cada beso de cada amante, depositado en los labios del ser amado, proclama (recuerda, canjea, predice) su culminación en el acto sexual. El beso anticipa y/o parodia ese acto. El poder que ejerce este adelanto es similar al poder de la seducción: el amante pende de un hilo ante una promesa que, las más de las veces, ni siquiera se pronuncia. Al menos no con palabras.

El beso se impregna de silencio, pero es éste un silencio elocuente: el cuerpo habla, revela. Los amantes se ceden mutua y metafóricamente por medio de las bocas. Luego se retiran, aunque la sensación del beso permanece y, con ello, la promesa.

El juego y la trampa del beso radican en este movimiento: entrega y reserva, propuesta y retirada. Para los amantes, el beso nunca es un beso simplemente: es la tentación y el anhelo, también la prudencia ante la oportunidad de conclusión en otro acto. Bajo este desplegarse, el beso es la certeza de un evento, aun y cuando ese evento sólo se realice en el contacto de las bocas. Tal contacto tiene el poder de transformar un acto sexual cualquiera en la exactitud de un encuentro erótico.

Aquí la magia: aunque los cuerpos no lleguen a fusionarse a través de la cópula, esa fusión se traslada al contacto por medio de las bocas, la pequeña muerte depositada en un par de labios. En ese instante el beso sufre un segundo reacomodo: ya no es una expresión metafórica que vive y se sustenta solamente en el lenguaje. Al enfrentar la pregunta ante la muerte, el beso se emancipa del lenguaje (sin olvidarlo) y se evidencia en él un excedente de sentido. Lejos queda ya la interpretación del beso como acto de succionar. Es eso –visto desde su lado semántico y lingüístico– y otra cosa: una impenetrable capa de niebla. De expresión metafórica se pasa a símbolo. El beso erótico evoca a la muerte y, al pronto, se convierte en un ritual saturado de violencia.

El beso de «Olga»

«Olga» es uno de los típicos cuentos de la escritora mexicana Inés Arredondo. Su anécdota es la siguiente: Olga y Manuel crecen juntos, pierden la inocencia cuando descubren el asombro ante sus cuerpos, construyen su paraíso privado al atravesar el Callejón Viejo. Al principio, es recurrente la aspiración por un mundo ideal y el esfuerzo de los personajes por mantenerse en ese estado. El beso es sinónimo de comunicación entre los cuerpos, agente que marca o sintetiza los cambios en la narración. Cuando parece que nada interrumpirá la felicidad de los amantes, Manuel, voluntariamente ciego, se entrega por entero al objeto de su deseo: Olga. En la rudeza de un beso apuesta por la ilusión de su amor, demanda la exclusividad, el ser correspondido. A la vez, en la falta de esperanza ofrece su libertad y, dócil, se deja guiar por la decisión de Olga, convertida ya en el sujeto de deseo.

Ante el beso, el lenguaje de los cuerpos se vuelve ensordecedor y nubla la palabra. Olga, al sonreír, accede, corresponde al sentimiento que se le ofrece:

La besó con dureza, sin esperanza, dispuesto a hundirse en ese beso sin recibir nada a cambio, lanzado, ciego. Pero los labios de ella fueron cediendo, cobrando vida lentamente, hasta transmitirle un fluir impaciente y cálido, una ternura vibrante que encontró por vez primera, que había conquistado. Cuando se separaron Olga lo miró a los ojos y sonrió. Él se sintió libre. Hubiera podido gritar de felicidad.[3]

El amor es aquí «ternura vibrante». El beso, a través de su fluir «impaciente y cálido», lo transmite. Pero, ¿cómo se las ingenia el beso para transmitir algo tan nebuloso como el amor? ¿Cuál es su estrategia?

El beso como fe

Creo que el sentimiento de rendición y de filiación de Manuel hacia Olga es equiparable al sentimiento del hombre religioso. Tanto éste como el amante tienen fe, y en consumar esa fe se sienten libres y felices. Buscan unirse a un algo o a un alguien amante y bienhechor, fundirse a ello a pesar de las diferencias y de las distancias irreconciliables. Dios y persona comparten atributos y, las más de las veces, se confunden.

Julia Kristeva define a la fe «como un movimiento de identificación […] con una instancia amante y protectora».[4] El amante y el religioso evidencian su fe cuando proclaman su deseo: integrarse a esa instancia, como cuando Manuel intenta disolverse en Olga por medio de un beso. Aquí una segunda relación. Para San Agustín, este movimiento de identificación, que es la fe del cristiano en su dios, es comparable a otro movimiento de identificación: la relación del bebé con el pecho de la madre. «Esa dependencia total, participación íntima de todo aquello, bueno o malo, que proviene de esta única fuente de vida».[5]

Si San Agustín localiza el origen de la fe en el pecho de la madre y Freud ubica el origen del beso en ese mismo pecho, se obtiene que tanto fe como beso proceden de una misma fuente y que obedecen a un mismo sentimiento: ambición de una «dependencia total», ganas de una «participación íntima» con una «única fuente de vida». Gracias a su fe, Manuel besa a Olga y busca unirse a ella a semejanza del hombre religioso. La amada es la señora, la dueña, también la diosa.

El beso es un intento, anegado en fe, de incorporarse a aquello que se besa. Es una adhesión, mas no una cualquiera: lo que el amante pretende es mezclar su cuerpo y su alma con el cuerpo y el alma de su amante. Adhesión de espíritu a espíritu, matrimonio. La boca es punto de salida, punto de encuentro, fuente de soplo. «Aquel cuya alma sale por el beso se adhiere a otro espíritu, a un espíritu del que no se separa jamás».[6]

Manuel no quiere separarse de todo lo que Olga significa para él: cuerpo y alma, espíritu depositado en su boca y que brevemente ha paladeado. Tiempo después, y aquí la desgracia, el beso anticipa la separación, indicio de una violencia que se gesta al interior de la calma y que resignifica al beso como el beso de la muerte. Los amantes –ciegos, lanzados, aturdidos– no atienden las advertencias y el acumulamiento estalla: es el excedente de sentido.

Las lágrimas de Olga marcan la fatalidad:

Se besaron. La proximidad de una vida en común hizo más carnales esos besos, pero las lágrimas de Olga mojaban sus bocas, y entonces nació en él la confusión. La apretó contra sí, la estrujó para convencerse de que era suya, de que le pertenecía, y ella se plegó dulcemente a su furia desesperada. Pero el llanto continuó corriendo, sin sollozos, socavando la fuerza de él.[7]

El beso es un rito que advierte y amonesta a los amantes: la belleza no se toca ni física ni emocionalmente. Aunque los amantes sean los eternos buscadores de absolutos su consigna es permanecer como buscadores nunca satisfechos, siempre infelices.

Olga llora cuando besa a Manuel, su llanto significa que un elemento externo es causa de la fractura espiritual: se rompe el beso, se fragmentan las almas, se desploman los cuerpos. Manuel recibe ese llanto, lo rechaza cuando intenta apretar el cuerpo de Olga contra sí: quiere preservar la unión y niega el llanto al incrementar la fuerza del abrazo. Pero cuando uno de los amantes ha perdido la fe, el beso y su carácter simbólico ya no funcionan. ¿O quizá la misma carga simbólica se recrudece y, como símbolo, el beso nunca deja de funcionar y simplemente la desilusión es su camino?

Me parece que el asunto de «Olga» es la pérdida de fe. Mas ¿por qué se pierde la fe? ¿Son los personajes marionetas de lo sagrado?

El beso como dolor

Al igual que en «Olga», la trascendencia del beso en «Mariana», otro de los cuentos de Arredondo, resulta fundamental para detectar y la sutil irrupción de la violencia que desemboca en la muerte.

Parece que al inicio la historia de todos los amantes se asemeja, que en realidad se cuenta una única historia donde cambian los nombres, los escenarios y los tiempos, pero la felicidad y el arrobo son idénticos. Puede decirse entonces que existe una sola historia de los amantes, única y exclusiva. Historia que se contenta en repetirse y en multiplicarse, perpetuándose como si nunca hubiera nacido una primera.

Eso también sucede al comienzo de «Mariana», cuando el beso es el puente que permite el contacto entre los espíritus, cuando el beso transporta al tiempo y al espacio de los amantes:

…y se le quedó mirando, mirando, derecho a los ojos, muy serio, como si estuviera enojado o muy triste y ella se reía sin ruido y echaba la cabeza para atrás y él se iba acercando, acercando, y la miraba. Él parecía como desesperado, pero de repente cerró los ojos y la besó; yo creí que no la iba a soltar nunca. Cuando los abrió, la luz del sol lo lastimó.[8]

Hay un momento clave en «Mariana», semejante a las lágrimas de Olga, donde se manifiesta el primer brote de violencia y se reafirma el carácter simbólico del beso. No es gratuito que esta primera marca sea consecuencia de un beso de Fernando ni que Mariana exhiba con orgullo las huellas de ese beso, ni que, fingidamente, trate de cubrirlo con pintura, la consigna se repite: vencido el plazo, el absoluto resulta insoportable, más allá de cualquier condición humana.

«Y metió el labio inferior entre los dientes para que pudiéramos ver el borde de abajo, estaba partido en pequeñísimas estrías y la piel completamente escoriada, aunque cubierta de pintura».[9] Las pequeñas estrías y la piel escoriada de Mariana son análogas al llanto de Olga: prueba de lo improbable, primer sabor a muerte. Mariana –ingenua, tonta, enamorada– lleva tatuada su historia en los labios.

Si recordamos el primer beso de Olga y de Manuel, recordaremos que el amor se presentaba como «ternura vibrante», como fluir «impaciente y cálido» roto por las lágrimas de Olga. En «Mariana», el amor se confunde con el dolor. Es también un algo que fluye y que se comparte a través de la boca, del espíritu que de él emana, pero es un «fluir oscuro y silencioso»:

La boca se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado […] el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para que el dolor comience a llenarlo.[10]

Ahora sólo permanece el vacío, el recuerdo de un beso. El vacío que se atesta poco a poco de dolor, la boca que se inflama, los ojos que se llenan de espanto. Ahora el beso es sentencia: un llenarse de dolor hasta provocar un estallamiento. Aralia López escribe:

Estoy de acuerdo con Corral acerca del sentimiento de lo sagrado en la obra literaria de Arredondo, pero no de un sagrado religioso, sino de un sagrado estético más allá de toda moral o ideal de verdad razonada. Un sagrado de ambigua inocencia liberadora […] que tiene que ver con esa dimensión pulsional del ser humano no separado todavía de su estado natural ni de la naturaleza; no mediado todavía por la discursividad urbana que descalifica la pureza del impulso, de los afectos y del cuerpo.[11]

En lo que a mí corresponde, creo que lo sagrado religioso y lo sagrado estético confluyen en un mismo sentido en la obra de Arredondo: la religión (creencia, fe) se muda en estética (propuesta o credo literario) y la estética se muda en religión. Se comparten conceptos porque sentimientos y pensamientos, de ser tan parecidos, se unen. Este sentido estético y religioso constituye la manera como Inés Arredondo lee, escribe y nos entrega su personal versión del erotismo, referencia a la que apuntan sus textos y que forma, en su conjunto, una poética del amor: del amor desgarro, de los amantes rotos. Como si eso, por el momento, fuera suficiente.


NOTAS:


1. BLUE, Adrianne, El beso. De lo metafísico a lo erótico, Kairós, Barcelona, 1997, p. 14.
2. ARRIBAS JIMENO, Alejandro, Bésame mucho… breve historia del beso, Alianza, Madrid, 2004, p. 35.
3. ARREDONDO, Inés, «Olga», Cuentos completos, Siglo XXI, México, 1998, pp. 29-30.
4. KRISTEVA, Julia, Al comienzo era el amor. Psicoanálisis y fe, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 44.
5. Idem, pp. 44-45.
6. CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alain, Diccionario de los símbolos, Herder, Barcelona, 1999, p. 186.
7. ARREDONDO, Inés, «Olga», pp. 32-33.
8. ARREDONDO, Inés, «Mariana», p. 98
9. Idem, p. 99.
10. Idem, p. 100.
11. LÓPEZ GONZÁLEZ, Aralia, «Una poética del límite», Lo monstruoso es habitar en otro, UAM-Iztapalapa, México, 2005, p. 162.


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