viernes, 28 de mayo de 2010

¿Historias, verdaderas?


Carmen Fernández Galán


...me decidí a mentir, pero, eso sí, con más honestidad
que los demás, ya que hay un extremo sobre

el cual diré la verdad, y es que voy a contar puras mentiras...
Escribo pues, sobre asuntos que jamás he visto,
aventuras que nunca he oído ni nadie me ha contado,
sobre cosas que no existen en absoluto
ni tienen visos de que puedan existir jamás.
Por lo que mis lectores harán bien
en no otorgarles crédito alguno.

Luciano de Samosata [1]


La principal preocupación de las ciencias humanas casi siempre ha sido metodológica pero en ocasiones también de objetos de estudio. La historia, como disciplina que aspira a grados mayores de objetividad y/o cientificidad, ha tenido que fundamentar su tarea constantemente, pero no sólo debe comprobar su utilidad en una época de razón instrumental, sino que debe justificarse dentro de un marco de institucionalización y burocratización de los saberes que, como advertía Weber, ha llevado a la paradójica situación de primero formar especialistas y luego buscar objetos de estudio. Así la historiografía puede, desde esta perspectiva, leerse como una historia de las modas (temas, marcos teóricos y metodologías). José Andrés Gallegos[2] da cuenta de la dispersión temática y de la fragmentación de saberes que dificultan la caracterización de la historia y complican la tarea de síntesis, llevando a los historiadores a la ultraespecialización que bloquea la perspectiva de la totalidad y la posibilidad de articular las investigaciones con otras áreas del saber humanístico, e incluso, no humanístico. Las preguntas a resolver son: ¿cómo lograr la síntesis ante la dispersión si de entrada el conocimiento histórico trata lo heterogéneo y la excepción a la regla? ¿Cómo conciliar azar e intención, y a su vez, intención y acción? ¿Cómo escapar a los fundamentalismos, llámese materialismo, cultura popular, etcétera?

La recreación del humanismo para Gallegos significa superación del historicismo, recuperación del libre albedrío, pero él mismo es consciente del peligro de caer en otro determinismo, por eso opta por jugar a lo posible, historia y literatura se acercan, una vez más entre tantas...

De los fundamentalismos que hay que escapar, Antonio Campillo[3] advierte uno en el que muchas de las ciencias humanas están entrampadas: la idea de progreso, sea como un regreso o como una negación (que es afirmación), pero que siempre implica formas de libertad escondidas bajo formas de dominación y viceversa. Campillo traza la genealogía del pensamiento moderno que ha oscilado entre lo que llama «tesis del sujeto» y «tesis de la historia» para tratar de conciliar estos polos, el de la voluntad y el del azar o la absoluta diferencia (lo histórico). Así propone sustituir la idea de progreso por la de variación, que implica una visión de la historia que rechace todo requisito de predicción, pues hasta las ciencias duras comienzan (en algunos campos) a reconsiderar el carácter predictivo del conocimiento científico.

Para evitar cualquier tipo de determinismo o fundamentalismo, al parecer las tendencias apuntan a la interdisciplinariedad, aunque ésta se ha entendido de varias maneras, por ejemplo, a partir de la revolución historiográfica francesa se dio un giro antropológico, otros hablan de giro lingüístico, otros exploran la relación entre literatura e historia, como Paul Ricoeur y Hyden White, y otros, como Peter Burke proponen un acercamiento a la sociología, pues ésta puede proporcionar categorías teóricas a un tipo de historia que se pierde en el detalle o en la enumeración de acontecimientos y compilación de fechas. Gallegos advierte que hay que hacer un manejo pertinente de las categorías sociales para no perder de vista la individualidad, que confronta constantemente discutiendo los conceptos de alienación e inconsciente colectivo que condujeron a un determinismo y anularon el libre albedrío, en la línea de Bordieu que refuta a Foucault la visión aplastante de los poderes y saberes institucionales confabulados, propone una fuerza desde abajo, o mejor, que lo colectivo es matizado individualmente, a lo que llama «individuación de lo colectivo»: hay que tener cuidado con las categorías colectivas y comenzar por lo individual.

Gallegos revela la crisis del pensamiento objetivo y propone una vuelta a la subjetividad y a un conocimiento que se cuestione a sí mismo: autorreferente. Su búsqueda de una síntesis de la historia (para superar la fragmentación) como la búsqueda de Campillo de una conciliación de dos tesis que han marcado el rumbo del pensamiento occidental, debe verse como un repliegue que dé pauta al cuestionamiento no ya del mundo, sino de la pregunta misma, un poco a la manera de Heidegger: ¿por qué el por qué? Esta autorreferencialidad es la que debe ordenar la historiografía, ya que el orden y la selección de datos dependen de la pregunta, ya March Bloch había propuesto que el punto de partida de toda investigación deben ser preguntas, pero preguntas pertinentes. Si se trata de fundamentos epistemológicos hay que ubicar entonces no el objeto de estudio, sino el lugar del observador.

Ya a principios del siglo XX las discusiones epistemológicas, sumadas a la revolución freudiana, habían llegado a la conclusión de que el problema de la formulación de las tesis o leyes científicas era un problema del lenguaje. El Círculo de Viena se preocupó por salvar el abismo entre habla cotidiana y lenguaje científico, así los enunciados de las ciencias eran aserciones que debían evitar toda ambigüedad, sin embargo, algunos de los que se formaron dentro de este marco del positivismo lógico resaltaron las virtudes de la ambigüedad y denunciaron, como Austin, la falacia descriptiva que excluía o consideraba pseudoaseveraciones o usos anómalos a los enunciados de la ficción, la estética, la ética, entre otros. Los filósofos del lenguaje ordinario (Wittgenstein, Austin, Grice) demostraron que un misma proposición puede ser verdadera o falsa atendiendo al contexto de enunciación, así es que no existen referentes sino usos referenciales y los significados pueden variar infinitamente, y casi todas nuestras enunciaciones son elípticas o agramaticales y la mayoría de la información la inferimos por nuestro conocimiento de mundo y por la voluntad de entendernos (lo que Grice llama «principio de cooperación»).

Junto a este giro pragmático hay que ubicar las implicaciones de una semiótica que se ocupa por estudiar todos los sistemas de comunicación, una semiótica que tiene sus raíces en la lingüística y en la lógica (Saussure y Peirce) y que con Greimas intenta constituirse en una teoría de la significación que da el salto de la semántica lingüística a la semántica discursiva para explicar el mecanismo de los textos como un proceso generativo, pero dejando totalmente fuera el contexto, trabajando desde la perspectiva estructural, con un texto cerrado. Sin embargo, la consecuencia de la empresa de Greimas fue, que gracias a que su teoría podría aplicarse o todo tipo de textos, se borrada toda especificidad de los mismos, es decir, ya no se podía distinguir entre un texto literario y uno no literario.

Relato: historia y ficción [4] de Paul Ricoeur parte de esa premisa al plantear que entre relato histórico y relato de ficción existe una estructura común y que lo único que los distingue son sus pretensiones referenciales, o mejor, sus pretensiones de verdad. Para el esclarecimiento de la historia como relato parte de dos obras de la historiografía francesa: Hempel quien propone un modelo prescriptivo y explicativo, y Braudel que distingue varios niveles temporales del análisis histórico y que da prioridad a las estructuras.

«La historia es el pasado siempre que éste sea conocido»,[5] la historia es una reconstrucción. Lo que los historiadores tienen por hecho no es lo dado sino más bien lo construido, incluso las fuentes están mediadas, institucionalizadas; además el historiador introduce categorías teóricas ajenas a la época que estudia. Si toda historia es relato, ¿en qué medida es ficción si todo es interpretación?

Las historias «verdaderas» y las historias ficticias tienen rasgos comunes en tanto actividad narrativa. Para Ricoeur todo relato combina dos dimensiones: secuencia (lo cronológico) y configuración (lo formal). Otra característica que comparten es el hecho de poseer un narrador (o varios) que adopta un punto de vista, aquí cabe enfatizar el problema del perspectivismo en la historia y el de narradores multiplicados en la literatura. ¿Quién habla y desde dónde? Esto nos conduce al mundo de las convenciones, profesionalización e institucionalización que le exige a la primera una adecuación referencial, mientras que a la segunda un pacto con el lector para que atienda a lo verosímil y no a lo verdadero.

Para analizar el relato de ficción Ricoeur critica las perspectivas estructuralistas que dieron prioridad a lo configuracional y descartaron el componente temporal sin el cual el relato deja de ser tal. Por lo tanto el desafío para la teoría literaria (o semiótica) es encontrar la conexión entre figura y secuencia, entre configuración y sucesión. Ya que Propp, pero sobre todo Greimas, pusieron la dimensión narrativa en juego al reducir las funciones o roles actanciales lo sintagmático para proyectarlo en lo paradigmático y caracterizar las transformaciones de un cuadrado de relaciones lógicas. También critica la propuesta de Bremond de la lógica de los posibles narrativos que fue un intento por encadenar devenires que corre el peligro de ser demasiado abstracta y de tomar por categorías universales las categorías empíricas.[6]

Otras teorías, de corte antropológico, como la de Scholes y Kellog, afirman que la tradición transmite formas sedimentadas al relato, pero, según Ricouer, los inconvenientes de esta crítica arquetípica es que puede conducir a esquematismos rígidos, como ocurre con Fyre en su Anatomía del criticismo.

Ricoeur recupera la noción de Wittgenstein de juegos de lenguaje para asir los modelos narrativos y la forma de vida implicada en ellos. Así puede distinguir entre historia y ficción por sus pretensiones referenciales: directas o indirectas. Para la historia los documentos o archivos son fuentes de verificación o falsación, en cambio «la imaginación no tiene hechos que demostrar». Sin embargo, es importante reconocer el componente de ficción en la narración histórica, que es una «reconstrucción imaginativa». Autores como White, han prestado la atención a este aspecto narrativo que es visto desde la semiótica, la hermenéutica, la poética... White intenta dar cuenta de la dimensión ideológica del conocimiento histórico y de sus implicaciones para el presente, para ello realiza una metahistoria, una investigación sobre la escritura de la historia. La historia es a la vez artefacto literario y representación de la realidad.[7]

La referencialidad implica necesariamente una reflexión sobre el concepto de mimesis, que no es simple imitación de la realidad, sino poesis, imitación creativa. Retomando a Aristóteles, Ricoeur sostiene que la mimesis es una reduplicación de la realidad, una metáfora de la misma. Quizá la diferencia entre historia y ficción es que la primera es imaginación reproductiva y la segunda, imaginación productiva.

Las ficciones reorganizan el mundo
en función de las obras y esas obras
en función del mundo.
[8]

Una obra literaria no es autorreferencial solamente, según afirmaba Jakobson, es más bien una obra con una referencia desdoblada, siempre hay referentes, y el carácter de escritura que permite a un texto traspasar tiempo y espacio conduce a la infinita recontextualización, a la infinita interpretación, los referentes se deslizan también en el tiempo y son atribuciones de los lectores.
Ricoeur en la construcción de una hermenéutica de la historicidad retoma las Confesiones de San Agustín, quien muestra la paradoja de que el tiempo no tiene ser, que descansa en la distensio animi, engendrada por la dialéctica entre recuerdo, espera y atención. La tesis que pretende sostener Ricoeur es que en el intercambio entre historia y ficción y sus pretensiones referenciales opuestas, nuestra historicidad es llevada al lenguaje:

¿no podríamos decir que la historia,
al abrirnos lo diferente, no abre lo posible,
mientras que la ficción, al abrirnos lo irreal,
nos lleva a lo esencial?
[9]

Si el orden es autorreferente, el historiador debe ser capaz de reconocer su propia historicidad por una parte y conciliar la historia narrativa e historia analítica, la corta y la larga duración, el cambio y la estructura. Los hechos son construcciones teóricas de las que el historiador debe trazar una causalidad (compleja), así los efectos son causa de causa porque son el punto de partida del historiador, pero también las huellas y las lagunas que implican un trabajo de reconstrucción de lo memorable para explicarnos a nosotros mismos.

Creo que en ciertos momentos del quehacer histórico (siglo XX) se dio privilegio a las estructuras y después la preocupación fue formular (o reformular) una teoría del cambio o de la discontinuidad como intentaron Burke y Foucault. Hoy la historia sigue ampliando su objeto de estudio, ya en el acercamiento antropológico, ya en la noción de pasado ¿se puede hacer entonces historia del presente?

Autorreferencial no significa sólo replantear objetos de estudio, sino prestar más atención al hecho de que todo conocimiento descansa sobre el lenguaje, la propuesta de White de examinar el carácter narrativo de la historia debe ampliarse para que sea capaz de especificar las convenciones que deben regir la hechura del relato. En esta reflexión sobre el lenguaje se hace imprescindible la recuperación de los enfoques pragmáticos y un cuidadoso acercamiento a las posturas deconstruccionistas que son más una actitud filosófica que una herramienta de trabajo, y por lo mismo especificar las características del género histórico al momento de trasladar categorías de la teoría literaria a la explicación de textos no narrativos.

La historiografía no debe ampliar su concepto de «narrativo» que destinaba para caracterizar un historicismo que se quedaba en crónica y no pasaba a la explicación. El componente narrativo debe verse desde los enfoques de la recepción, de los usos del relato histórico, para deslindar la ficción de la realidad, reconocer la mediación e intencionalidad tanto en la producción como en la apropiación del conocimiento. Al fin y a cabo la verdad es una mentira, y la objetividad es en realidad intersubjetividad.

Notas

[1] Luciano de Samosata, Diálogos-Historia Verdadera, Porrúa, México, 1991, p. 184.
[2] José Andrés Gallegos, Recreación del humanismo desde la historia, Actas, Madrid, 1994.
[3] Antonio Campillo, Adiós al progreso, Anagrama, Barcelona, 1985.
[4] Paul Ricoeur, Relato: historia y ficción, Dosfilos, México, 1994.
[5] Ibid, p. 37.
[6] Ibid, p. 77.
[7] Cfr. Ricoeur, op. cit., p. 86-88.
[8] Ibid, p. 93.
[9] Ibid, p. 108.


miércoles, 26 de mayo de 2010

La desconstrucción según Derrida


Sigifredo E. Marín y Gonzalo Lizardo


En el corazón del pensamiento occidental, Jacques Derrida se sitúa entre los grandes maestros de la crítica moderna: Nietzsche, Freud y Heidegger. Ante el debate que enfrentan sus interlocutores estructuralistas, post-estructuralistas y posmodernos, el pensador argelino, de origen judío, asume desde una crítica renovada la tradición intelectual del sujeto moderno (en sus versiones cartesianas, kantianas y hegelianas). Desde esa trinchera, el humanismo, el antropocentrismo, el falocentrismo, el eurocentrismo son desmontados por él como componentes empírico-trascendentales de una maquinaria de dominación metafísica con implicaciones geopolíticas, culturales, económicas, éticas y estéticas.


Resulta excesivo y quimérico el intento de resumir la obra derridiana bajo la etiqueta de la «Desconstrucción» —como se ha hecho con cierta malevolencia.1 Este equívoco término se ha prestado a confusiones. Habría que desconstruir el por qué este concepto se ha impuesto como etiqueta de un trabajo tan amplio, complejo y paradójico. La noción proviene de la arquitectura, y significa «deposición o descomposición de una estructura». Dentro de la perspectiva derridiana, remite a un trabajo del pensamiento inconsciente que deshace –sin destruir jamás– un sistema de pensamiento hegemónico o dominante. Desconstruir exige resistir a la tiranía del Uno, al logos de la metafísica occidental y de la misma lengua.


En su «Carta a un amigo japonés», Derrida recuerda que utilizó por primera vez ese término en su obra De la gramatología, sin sospechar entonces el papel tan central que llegaría a desempeñar en su discurso ulterior. Derrida deseaba traducir y adaptar los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau, conceptos que desmotan la metafísica occidental, y se le ocurrió la palabra desconstrucción. Su primera reacción fue verificar si el término existía en francés, y encontró en el Diccionario de la Lengua Francesa de Littré las siguientes acepciones:


Desconstrucción: Acción de desconstruir. / Término gramatical. Desarreglo de la construcción de las palabras en una frase. ‘De la desconstrucción, vulgarmente llamada construcción’ […] Desconstruir / 1) Desensamblar las partes de un todo. Desconstruir una máquina para transportarla a otra parte. 2) Término de gramática: desconstruir versos, hacerlos, suprimiendo la medida, semejantes a la prosa.2


En la misma carta, Derrida supone que la palabra se popularizó gracias a la doble connotación del verbo Desconstruir, el cual sugería, al mismo tiempo, un gesto estructuralista y antiestructuralista. Con este verbo se desea expresar la acción de deshacer, de descomponer, de (de)sedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, logocéntricas, fonocéntricas, etnocéntricas), pero teniendo en cuenta que este deshacer, descomponer, o desedimentar estructuras, no implica una operación negativa, simplemente destructora: se trata, por el contrario, de comprender cómo se ha construido un «conjunto», por lo cual es preciso «destruirlo» antes de «reconstruirlo».3


Un ejemplo del propio Derrida podría explicarlo. Desde su perspectiva, el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure inaugura una poderosa crítica de la metafísica de la presencia que caracteriza tanto al logocentrismo como al fonocetrismo. Pero, al formular su crítica, Saussure no consigue sino perpetuarlos. Si el logocentrismo garantiza la metafísica de la escritura fonética —ese fonocentrismo etnocéntrico—, entonces el discurso de Saussure se desconstruye a sí mismo. Su valor y fuerza residen en este doble movimiento de impugnación y afirmación. Lo mismo ocurre con los conceptos de signo y de estructura, que al mismo tiempo confirman y rompen las garantías logocéntricas y etnocéntricas. En vez de rechazarlos simplemente, Derrida se propone transformarlos desde el interior de una semiología paradojal: volverlos contra sí y sus presupuestos, re-inscribirlos en otras cadenas, producir nuevas configuraciones.


Con esa intención, Derrida nos recuerda que el privilegio que Saussure le otorga al habla por encima de la escritura no es nuevo. La filosofía occidental desde el «Fedro» de Platón condena la escritura como forma bastarda de comunicación: como representación parasitaria e imperfecta de un lenguaje originario —olvidando que, desde la antigüedad, la escritura amenaza la pureza, la inmortalidad y el orden del sistema de la Razón. Para desconstruir ese desdén generalizado contra la escritura, Derrida dilucida un nuevo concepto de escritura generalizada: una archiescritura.


En contra de esa posición metafísica tradicional —según la cual el signo y la escritura son secundarios respecto al habla—, Derrida reivindica a la escritura como el juego de una huella que entraña repetición, ausencia y muerte. La escritura abre el funcionamiento de la lengua en general. La lúdica indecidibilidad de la archiescritura se muestra en una repetición que desautoriza toda presencia absoluta: el presente no es más que huella de la huella. En el origen estaría la repetición. La archiescritura radicaliza el inconsciente como reserva de repetición, iterabilidad, singularización y memoria, que no se queda en el ámbito subjetivo, sino que se despliega como una protoescritura implica un suplemento exterior y extraño que complementa el habla. Siempre hay una carencia originaria de sentido.4


En De la gramatología, Derrida ya había desconstruido la «jerarquía» de significantes que la metafísica occidental se empeñó en imponernos desde el «Fedro» hasta el Curso de lingüística general:


Ahora bien, a partir del momento en que se considere la totalidad de los signos determinados, hablados y a fortiori escritos, como instituciones inmotivadas, se debería excluir toda relación de subordinación natural, toda jerarquía natural entre significantes u órdenes de significantes. Si «escritura» significa inscripción y ante todo institución durable de un signo (y éste es el único núcleo irreductible del concepto de escritura), la escritura en general cubre todo el campo de los signos lingüísticos. En este campo puede aparecer luego una cierta especie de significantes instituidos, «gráficos» en el sentido limitado y derivado de la palabra, regulados por una cierta relación con otros significantes instituidos, por lo tanto «escritos» aun cuando sean fónicos.5


En otras palabras, la «escritura» es previa al «habla», y ésta no sería sino una manifestación fónica de dicha aquella «escritura», que puede definirse como archiescritura.


El problema de fondo reside en que toda definición conceptual de la desconstrucción, del tipo «la desconstrucción es (o no es) X», estaría también sujeta a un trabajo desconstructor. Dicho término no tiene interés fuera de una constelación conceptual más amplia (escritura, huella, différance, suplemento, himen, fármaco, margen, encentadura). Por todas estas razones, Derrida considera que no es una palabra afortunada, ni siquiera una bella expresión. En todo caso, la desconstrucción nos muestra que la traducción —como lectura libre y radical de los textos— no constituye un acontecimiento secundario ni derivado respecto de una lengua o de un texto de origen. Es algo que se efectúa en el límite del discurso, en sus márgenes y pliegues; un ejercicio que busca repensar genealógicamente de la manera más fiel posible, al tiempo que se abre hacia un exterior inclasificable, anómalo, innombrable.


Asumiendo la tradición textual y cultural de Occidente, la metafísica de la presencia es penetrante, familiar, poderosa, ubicua. La desconstrucción nos muestra, sin embargo, que esa metafísica propone como algo dado, natural o elemental lo que no es sino un producto derivado, secundario: la obra de un montaje. La presencia y el presente se derivan de las diferencias. La presencia ya no sería la forma matriz absoluta del ser sino más bien particularidad y efecto ceñidos a un sistema que ya no es el de la presencia sino el de la diferencia.6 La desconstrucción muestra que la presencia es gracias a las cualidades de una ausencia que rechaza. Así la presencia viene a ser efecto de una ausencia generalizada. La palabra y la presencia, la estructura y la verdad son siempre productos derivados. Por mucho que nos remontemos hacia los orígenes, descubrimos la existencia previa de una organización, de una diferenciación.



NOTAS


1. Cfr. Peñalver, Patricio, La desconstrucción. Escritura y filosofía, Montesions, Barcelona 1990, pp. 11-43.

2. Derrida, Jacques, «Carta a un amigo japonés», en Derrida en Castellano, http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/carta_japones.htm.

3. Íbid.

4. Quevedo, Amalia, De Foucault a Derrida, Derrida en Castellano, consultado el 3 de mayo del 2010 en http://www.jacquesderrida.com.ar/comentarios/quevedo_1.htm#_ednref23

5. Derrida, Jacques, De la gramatología, Siglo xxi, 5ª edición, México 1998, p. 58. El subrayado es nuestro.

6. Derrida recalca que la expresión différance –misma que él acuña– no equivale a différence francesa (diferencia o diferencia, diferenzia) la alteración gráfica implica una diferencia irreductible al sistema lingüístico: el participio del verbo diferir, sobre el que se forma este sustantivo, asemeja una configuración de conceptos irreductibles. Différance remite a un movimiento activo/pasivo que consiste en diferir, por dilación, delegación, sobreseimiento, remisión, repetición, circunloquio, retraso, reserva, falsificación del origen, aplazamiento y desplazamiento. El movimiento de la diferencia (différance), en tanto producción de los diferentes y singulares, es la raíz común de todas las oposiciones conceptuales que escanden el lenguaje tales como sensible / inteligible, intuición/significación, naturaleza/cultura. La noción de différance, que no es estrictamente un concepto, estaría a la base de todas las diferencias, pero ante todo, sería irreductible a dejarse traducir por la diferencia ontológica del ser y del ente. Movimiento infinito de una búsqueda aporética, sofocante, el trazo de la diferencia se disemina y nos contamina: «Arriesgarse a no querer-decir-nada es entrar en el juego de la différance, que hace que ninguna palabra, ningún concepto, ningún enunciado vengan a resumir y a ordenar, desde la presencia teológica de un centro, el movimiento y espacio textual de las diferencias» Derrida, Jacques, Posiciones, op. cit, pp. 15-21.



viernes, 7 de mayo de 2010

La abducción según Peirce


Rolando Alvarado


Rémora que carcome la convicción, constituye el primer paso para abandonar la ansiedad primera que llena el espíritu ante la presencia del error. Porque la duda, que Descartes quería universal y principio del filosofar, nunca aparece sin un motivo:«No pretendamos dudar en la filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones».1

En esos corazones la duda solo penetra por medio del error que se siente, que duele, por la catástrofe que sacude las expectativas y nada deja igual, pero nunca haciendo suposiciones gratuitas, nunca por recurso a una époje. La filosofía comienza, para agotarse, en los hechos, la ordenación cognitiva de los mismos y la conducta.2


Si la conducta es la expresión de nuestras creencias más arraigadas, esas de las que no podemos dudar porque ni siquiera las recordamos,3 la presencia del error es la trágica ruptura de las mismas y la manera efectiva de comenzar a tenerlas presentes. La ruptura de esas creencias no fue realizada por argumentos palabreros cargados de oscuros sofismas, sino por una situación empírica tal que esas creencias, ya petrificadas en hábitos,4 desembocan en el error.


Todo error surge de una situación difícil, de verdadera crisis vital que, en primera instancia, produce un estallido en los hechos, y en segunda instancia, una terrible duda en la conciencia.


Ese estado de duda no es agradable, no es cómodo mantenerlo y produce un agudo acicate para la transformación de la situación en asunto de reflexión, para comenzar a pensar, porque el pensamiento aparece cuando queremos sacudir la duda que nos acosa.


Las viejas creencias, con sus hábitos ahora inútiles, deben ceder el paso a algo nuevo.

¿Cómo entonces construiremos las nuevas certezas?, ¿cómo forjaremos el fundamento de los nuevos hábitos?, en suma: ¿cómo construiremos la nueva verdad? No por introspección, porque: «Carecemos de poder de introspección, ya que todo conocimiento del mundo interno es derivado por razonamiento hipotético de nuestro conocimiento del mundo externo»,5 por lo que solo nos queda intentar explicar los hechos aceptando que esa búsqueda de la verdad no se reduce a consuelo de nuestra conciencia, sino que, en la construcción de los hábitos, constituye un modo de vida.

Por ello nunca estará en mayor riesgo el espíritu de la humanidad que en ese momento en el que acepta arrojar por la borda la lógica, que no surge de la placida torre de marfil, sino de la lucha directa con el mundo.


Cuando se abandona esa lucha la brutal lógica de los que quieren pensar, controlar y dirigir por nosotros será naturalizada, nuestros hábitos se volverán imposiciones tristemente asumidas, nuestra conducta el fútil ademán de una marioneta y los errores ajenos se harán nuestros, pero su solución se mantendrá en la opacidad, hundiendo nuestros espíritus en el caos mientras nuestros cuerpos, cercados por los automatismos de hábitos inútiles, permanecerán en una ruidosa inmovilidad.


Para lograr disipar la duda no recurriremos a la deducción, porque de ella solo obtenemos lo que ya estaba ahí, mientras que
«El objeto del razonamiento es encontrar, a partir de la consideración de lo que ya sabemos, algo más que no sabemos».6

No tenemos recurso a la inducción simple, que únicamente sabe contar, así que nos guiaremos con la
«hipótesis», «inferencia hipotética» o «abducción»: «Por Hipótesis quiero decir, no una simple suposición sobre un objeto observado,…, sino otra verdad supuesta desde la que son deducibles los hechos observados».7

En otras palabras, recurrimos a imaginar una causa que logre dar cuenta de la situación que se nos presenta. Y es claro porque no funciona la deducción: los viejos principios han fallado, ni la inducción: las observaciones nunca serán suficientemente concluyentes, así que debemos, dentro del contexto vuelto problemático por la presencia de algo nuevo manifestado en el error al que nos llevan los hábitos (ahora instantáneamente envejecidos), hacer un esfuerzo de la imaginación, activar la capacidad de pensar anquilosada por la placidez de los automatismos, y lograr postular una causa, una razón, un principio, que logre abarcar la novedad y disipar el error.


Si tal abducción es exitosa, si hemos hecho una inferencia hipotética correcta, entonces la duda cede, el caos vuelve al orden, el nuevo hábito se forja y podemos continuar entregados a
«Placenteras y agradables visiones, independientemente de su verdad».8

Pero si no es así, si la hipótesis falla, entonces es necesario reiniciar todo de nuevo, abandonar el viejo arsenal de trucos y sofismas para arriesgar una hipótesis prodigiosa, tomando en cuenta los resultados de la errónea hipótesis previa.


Como la abducción nunca es perfecta el caos no cede al cosmos, pero, y esta es la esperanza del pragmatista, en el futuro,
«in the long run», en el páramo indescriptible de lo que aún no es, la verdad será alcanzada, el error eliminado, el pensar cesara por fin y la entrega a deliciosos placeres será realizada sin culpa ni dolor:

«
En cualquier momento de tiempo subsiste un elemento de puro azar que perdurará hasta que el mundo llegue a ser absolutamente perfecto, racional y simétrico, un sistema en el que cristalizará la mente en el infinitamente lejano futuro
».9 Lo que fue una crítica abierta de Descartes a la esterilidad de la silogística aristotélica es retomado por Peirce cuando critica el canon filosófico del período moderno: al mismo Descartes y, sobre todo, a Kant.

Peirce desarrolla la lógica como instrumento de crítica contra los sistemas filosóficos que le precedieron, y tras afirmar que había leído concienzudamente a Kant, concluye que sus libros deben ser, casi en su totalidad, tirados al fuego, por no contener otra cosa que sofisma e ilusión envueltos en crasos errores lógicos.10


William James, apoyándose en los dichos de Peirce, no dudara en afirmar, en sus presentaciones públicas del pragmatismo, que Kant no es más que una mente laberíntica pletórica de antiguallas y falacias. Un movimiento semejante, de más vastas proporciones, estaba siendo desarrollado en Inglaterra por la nueva lógica que Whitehead y Russell tomaron de Peano y Schroeder y que con el tiempo les permitiría desafiar los sistemas filosóficos continentales. Pero Peirce no desarrollo su lógica para criticar los fundamentos de la matemática, sino con un objetivo más ambicioso: definir las reglas que usan los científicos en su práctica cotidiana y extenderlas a la totalidad de la vida humana.


Es conocido que Descartes y Newton no dominaban los misterios de la deducción material,11 y que pensaban que podía existir algún medio de pasar de la multiplicidad de los fenómenos naturales a la unicidad de las leyes de la naturaleza. Peirce, apercibido de la imposibilidad de sobrevolar el abismo que separa al fenómeno de la ley que lo explica, diseña su teoría como un desarrollo evolutivo autocorrectivo: la lógica no es pura, sino impura, no se descubre en el interior del sujeto, sino en el exterior mediante las acciones del mismo. No descubrimos a cada paso el mundo: ya lo conocemos y sobre ese conocimiento se construirá el siguiente por un proceso de arrojar hipótesis, contrastarlas y corregirlas. Ese arrojar hipótesis es parte de la evolución de la especie, en una metáfora inspirada en Darwin, y se denomina
«abducción».

La abducción consiste en diseñar hipótesis que expliquen lo que ha hecho fallar la conducta basada en hábitos construidos sobre conocimiento previo, para poder fundar nuevos hábitos. Si la hipótesis arrojada falla, se construye otra mejor utilizando lo ya obtenido con la hipótesis previa, en un proceso de realimentación constante de la conducta.


Contrariamente a metodólogos que hacen de la curiosidad un hábito humano y de la construcción de hipótesis, una rutina, el pragmatismo considera que las hipótesis son lo menos común de los seres humanos. El origen de la ciencia no es la curiosidad, sino la férrea necesidad.


En su Tratado de semiótica general,12 Umberto Eco explica la abducción como un caso particular del modelo de Quillen y como el ejemplo más evidente de producción de función semiótica, paso intermedio de la catacresis.


Quizá sea eso, y el hábito, la catástrofe, la duda, el esfuerzo de la imaginación, la paz mental, todo ello se condense en las formulas de una semiótica general.


En 1902 Charles S. Peirce estaba cercado por la pobreza, la enfermedad y los interminables —pero mal pagados— artículos del Baldwin`s Dictionary. Vivió de prestado y regalado hasta 1912, año en que —como su compatriota E. A. Poe en 1849— murió desconocido para todos —excepto para sus acreedores y para William James.


Un pragmatista no llora ante la muerte ni acepta su inmediato aniquilamiento. Quizá se quede solo, pero esa soledad no implica una derrota, porque el significado de una vida adviene después de ella. Si valió o no la pena es una cuestión intrínsecamente práctica. Todas sus lágrimas y frustraciones deberán ser calibradas en relación con las consecuencias que tengan, en el futuro, sobre la totalidad de este mundo contra el que intentó imponerse.


Notas

1. Peirce, Charles S., «Some consequences of four incapacities», p. 228 en Justus Buchler, Philosophical writings of Peirce, Dover (1955) NY. El original dice: «Let us not pretend to doubt in philosophy what we do not doubt in our hearts».
2.
Cfr. «The principles of phenomenology», en íbid. p. 87.
3.
«Your problems could be greatly simplified if, instead of saying that you want to know the “Truth”, you were simply to say that you want to attain a state of belief unassailable by doubt», Cfr. «The essentials of pragmatism», en íbid. p. 257. La traducción es: «Tus problemas serán grandemente simplificados si, en lugar de afirmar que quieres conocer “la verdad”, simplemente dices que quieres obtener un estado de creencia inatacable por la duda».
4.
Cfr. Cap. IV «Habit», p. 68 en James, Williams, The principles of psychology, Henry Holt and Company (1954) NY. También: Dewey, John, Human Nature and conduct, The Modern Library (1930) NY.
5.
Cfr. «Some consequences…», p. 230. El original dice: «We have no power of introspection, but all knowledge of the internal world is derived by hypothetical reasoning from our knowledge of the external world».
6.
Cfr. «The fixation of belief», en íbid. p. 7. El original dice: «The object of reasoning is to find out, from the consideration of what we already know, something else which we do not know».
7.
Cfr. «Abduction and induction», ibid. p. 15. «By a “Hypothesis” I mean, not merely a supposition about an observed object,…,but also any other supposed truth from which would result such facts as has been observed».
8.
Cfr. «The fixation of belief», en íbid. p. 8. «Pleasing and encouraging visions, independently of their truth».
9.
Cfr. Whittemore, R. C., Makers of the american mind, W. Morrow and Company (1964) NY, p. 358, el original dice: «At any time, however, an element of pure chance survives and will remain until the world becomes an absolutely perfect, rational, and symmetrical system, in which mind is at last crystallized in the infinitely distant future».
10. En la antología: Fraire, Isabel, Pensadores norteamericanos del siglo XIX, SEP/UNAM, México 1983. En el artículo de James, William,
«Conceptos filosóficos y resultados prácticos» podemos leer, en la p. 246, lo siguiente: «El verdadero camino del progreso filosófico no pasa, en mi opinión, y para decirlo en pocas palabras, a través de Kant, sino alrededor de él».
11.
Pero confiaban en Dios. Véase: Lakatos, Imre, Matemáticas, ciencia y epistemología, Alianza Universidad 294, Madrid 1987, cap. 5, p. 103.
12.
Eco, Umberto, Tratado de semiótica general, Random House- Mondadori, México 2006, p. 208.