miércoles, 11 de noviembre de 2009

La construcción del tiempo


Carmen Fernández Galán,
Gonzalo Lizardo y Maritza M. Buendía





Algunos herejes, para desconcertar a los teólogos, solían argumentar que el tiempo no existe, pues el pasado ya fue, el futuro no es aún, y el presente a cada instante deja de serlo. Inquietado por esta paradoja, San Agustín se preguntó cómo podemos, en efecto, percibir el flujo o la duración o el significado de algo inexistente. «¿Qué es, entonces, el tiempo? —escribe en sus Confesiones— Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé» [1]. Así inicia San Agustín un ejemplar análisis de nuestra experiencia del tiempo que concluye con rigurosa modestia: si bien no puede demostrarse la existencia del pasado, del presente y del futuro, tampoco podrá negarse que existan en nuestra alma la memoria de las cosas pasadas, la atención hacia las cosas presentes y la espera de las cosas futuras. Así lo explica él mismo, tomando un ejemplo de la música, el Arte por excelencia del Tiempo:

Voy a cantar una canción que conozco. Antes de empezar extiéndese hacia todo el conjunto de esa canción mi espera, pero una vez que he comenzado, a medida que los elementos extraídos de mi espera se convierten en pasado, mi memoria se extiende hacia ellos a su vez; y las fuerzas vivas de mi actividad se distienden, hacia la memoria por lo que ya he recitado, hacia la espera por lo que voy a recitar. No obstante, mi atención está ahí presente; por ella pasa a hacerse pasado lo que era futuro. Cuanto más avanza y avanza esta acción, más disminuye la espera y crece la memoria, hasta que se agota del todo la espera, cuando la acción termina por completo y pasa a la memoria [2].


Al depositar en el alma de cada hombre la semilla que origina el tiempo, San Agustín inauguró una tradición reflexiva que ha sobrevivido hasta nuestro siglo. Desde entonces y hasta ahora, los hombres se han esforzado por interpretar, demoler y reconstruir nuestra noción del tiempo, desde las diversas y a veces confrontadas perspectivas que le ofrecen la religión o la filosofía, la física o la astrología, la lingüística o la política, la poesía o la historia. Consciente ya del carácter histórico —o temporal— del tiempo, Jorge Luis Borges propuso en 1936 su Historia de la Eternidad, donde confrontó los inmutables arquetipos de Platón con la trinitaria eternidad que urdió San Agustín, antes de esbozar su propia conjetura, cifrada en el carácter homogéneo de ciertas imágenes que hacen coincidir nuestra memoria, nuestros sentidos y nuestra imaginación: «el tiempo», concluye, «es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo» [3].

Más recientes son los intentos no por definir el tiempo, sino por historiar nuestras formas de medirlo: por «someter el propio tiempo a una perspectiva temporal» (4). A partir de los métodos que los hombres han usado para administrar el flujo temporal, G. J. Withrow se pregunta por el significado que tiene el tiempo para los hombre de distintas épocas: interesado por la relación tiempo-poder, conjetura que los avances técnicos en torno a la medición del tiempo tienen implicaciones ideológicas. La misma preocupación motiva a Jacques Attali, quien relaciona el tiempo con la violencia y con el poder:

Como todo grupo debe preservarse contra la violencia aislada, anárquica, imprevisible […] todo orden social, para durar, debe saber limitar los periodos y las fechas en que puede actuar esa violencia [5]. Por tanto, el calendario es el primero de todos los códigos de poder y en cada encrucijada de la historia del poder, cambia la medida del tiempo, signo anunciador [6].


A partir del marco de referencia utilizado para contener el flujo del tiempo, Attali divide la historia en cuatro grandes etapas: 1) tiempo de los dioses, cuando el tiempo es regido por los ciclos de lo sagrado; 2) tiempo de los cuerpos, cuando se vuelve necesario organizar las ciudades mediante campanas y relojes de pesas; 3) tiempo de las máquinas, cuando la violencia se circunscribe a la fuerza de trabajo, regulada por los cronómetros; 4) tiempo de los códigos o de tiempo-signo, del hombre programado y de la proliferación de artefactos [7]. Esta división coincide en gran medida con la postura de Whitrow quien reconoce en el reloj, y no en la máquina de vapor, la clave de la moderna era industrial. A partir de la historia de los artefactos que miden el tiempo comprueban que éste no es sino una más entre las múltiples construcciones de la cultura.

Desde la perspectiva filosófica, el problema se ha centrado en ubicar la conciencia del tiempo, que no es sino la consciencia de la muerte como rasgo constitucional del ser humano: «El problema del tiempo en el plano filosófico va más allá de toda concepción meramente psicológica o existencial. Debe plantearse, comprenderse, a partir de la estructura ontológica del ser del hombre» [8]. El tiempo sin tiempo de Parménides, el tiempo líquido de Heráclito, el eterno retorno de Nietzsche, el instante como huida hacia la eternidad de Kierkegaard, el tiempo como condición a priori de Kant, el tiempo como Ser de Heidegger: todas ellas son construcciones del tiempo que generan, a su vez, variados debates sobre el destino del hombre: entre la circularidad del mito y la persecución lineal del progreso, entre recorrer la espiral de lo mismo y tomar consciencia del ser para la muerte, entre rendirse ante el azar o resignarse al hado.

NOTAS:

1. San Agustín, Confesiones, Editorial Porrúa, México 17ª edición, 2007, p. 249.
2. Íbid, p. 262.
3. Jorge Luis Borges, Historia de la Eternidad, Alianza, Madrid, 1998, p. 43.
4. G.J. Whitrow, El tiempo en la historia, Crítica, Barcelona, 1990.
5. Jacques Attali, Historias del tiempo, FCE, México, 1985, p. 15.
6. Ibid, p. 11.
7. Ibid, pp. 33-34.
8. Luis Tamayo, La temporalidad del psicoanálisis, Universidad de Guadalajara, 1989, p. 10.

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