lunes, 30 de noviembre de 2009

Autor


Carmen Fernández Galán




Antes, los saberes y su legitimidad se garantizaban por la tradición como voz colectiva y como autoridad. Cuando surge con la imprenta, aparece el autor como personaje moderno: la atribución de la voz a un nombre lo convierte de hombre en ficción.

El autor nace con el copyrigth y muere en la escritura. ¿Quién habla entonces? pregunta Roland Barthes después de escribir S/Z: ¿Balzac, el héroe, el autor, el personaje, la sabiduría universal…? Esta misma pregunta la intenta responder Michel Foucault en una conferencia dictada en 1969, a partir de una frase de Samuel Beckett: “Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla”. La respuesta lo lleva a uno a anunciar la muerte del autor, y al otro, al orden del discurso.

La crítica literaria del siglo XIX se concentra en la biografía y en la psicología del autor, por lo que la obra se valora desde la vida del autor y no desde sí misma. En el siglo XX hubo una reacción contraria a esta postura romántica y a la estética del genio; el formalismo ruso, el new criticism norteamericano, la nouvelle critique francesa establecen la obra como eje de la interpretación. No obstante el imperio del estructuralismo atenta contra la pluralidad del texto, y en términos de historia literaria se olvida la recepción que permite redefinir un clásico por su multiplicidad, por ser (re) escribible. En “La muerte del autor” Roland Barthes menciona cómo dentro del ámbito literario aparecen estrategias de disolución del autor (Mallarmé y Una tirada de dados, Proust que convierte a libro en modelo de la vida, la escritura automática o colectiva del surrealismo, el distanciamiento de Bretch). El texto, al subvertir los géneros y al afirmar su carácter múltiple y paradójico, visto como un tejido de citas, su intertextualidad lo convierten en texto endemoniado: “Mi nombre es legión, somos muchos”, por tanto se encuentra en una encrucijada. ¿Quién habla? Responde Barthes, el lector, para dar vuelta al mito y al eje de la crítica literaria, el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor.

Pero no basta matar a Dios, ni al autor, hay que precisar qué hacemos con el lugar que queda “vacío”. Michel Foucault se propone ubicar los emplazamientos a partir de la noción de función autor que se sostiene en el nombre, la relación de apropiación y atribución, y la posición del autor que determinan el orden del discurso. El nombre como descripción cumple una función clasificatoria independientemente de la existencia real del autor, por ejemplo, durante el renacimiento se atribuyeron los textos herméticos al mítico Hermes Trimegisto, así como se atribuyeron a Homero (o escuela de los homéridas) los “Himnos” y la “Batracomaquia” por estar escritos en hexámetros. La naturaleza indexal del nombre propio sirve para señalar como síntesis conceptual lo que una obra contiene o puede contener.

No es sencillo determinar la manera en que se atribuye la obra a un nombre, en principio por los límites de la misma, ya que de entre todo lo escrito por alguien no es sencillo delimitar lo que se considera “obra” y lo que corresponde a un solo autor. Al respecto Foucault señala que las formas de atribución en la crítica literaria siguen los mismos principios de la hermenéutica bíblica que establece como ejes la coherencia conceptual y cronológica, lo que no da cabida a pensar que un autor pueda retractarse o cambiar su manera de pensar, ni a decir que hubo un primer y un segundo Wittgenstein, Freud, Marx… etcétera.

La relación de apropiación de los discursos aparece dentro de un contexto libresco que necesita reconocer el origen de la voz con fines de censura y control del lucro. Los índices de libros prohibidos de la inquisición y la legislación sobre la propiedad intelectual responden al interés de una ortodoxia, por un lado, y a repartir las regalías que estaban en manos de los libreros e impresores en un contexto ilustrado donde el saber se vuelve público. La propiedad intelectual garantiza la relación entre saberes y poder. No importa quién habla en la medida que la función autor permite a Foucautl defender Las palabras y las cosas contra las objeciones que separan la discursividad de las ciencias humanas.

En el imperio del lector, la escritura es el protagonista, y en las posibilidades de interpretación, los argumentos de la crítica literaria se disuelven. El estatus del texto sigue siendo problemático. Para evitar que la crítica oscile entre el eje del autor, del texto o del lector, hay que observar el circuito de la comunicación que permite distinguir las voces que habitan o que se pueden verter en el texto, para jerarquizar los puntos de vista entre las máscaras que toma el autor.

De acuerdo a Seymour Chatman no hay que confundir autor con narrador, y propone el término autor implícito (porque hay que deducirlo del texto) para denominar a los múltiples egos del autor real como principio ordenador del texto que está en correspondencia con un lector implícito, también dentro del texto, como itinerario de sentido. Desde esta perspectiva la omnisciencia del narrador es imposible pues todo punto de vista se articula con una ideología, así como con los intereses encontrados que dialogan entre sí. Por su parte, Umberto Eco retoma los conceptos de Chatman, aunque denomina Autor Modelo al autor implícto y Lector Modelo al lector implícito de aquél. Añade, además, una categoría intermedia entre el Autor Modelo y el Autor Real: el Autor Liminal, que no sería sino el Autor Real durante su proceso de conversión en Autor Modelo —es decir, durante el proceso de escritura.

¿Quién habla? El autor que muere en el acto de escribir, el narrador que cuenta y el narratario que escucha, el texto que supera el sentido propuesto, el lector que se universaliza, el contexto que se actualiza, la escritura como palimpsesto… todos.


BIBLIOGRAFÍA

BARTHES, Roland, El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 2002.
BARTHES, Roland, S/Z, Siglo XXI, México, 1992.
CHATMAN, Seymour, Historia y Discurso. La estructura narrativa en la novela y en el cine, Taurus, Madrid 1990.
ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998
FOUCAULT, Michel, Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999, México, 1985.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Géneros literarios


Carmen Fernández Galán



El principal dilema en la polémica sobre los géneros radica en la tensión entre norma y creación, entre lo que el género exige y lo que el ingenio hace posible, entre esta distensión y compresión es probable incluso la desaparición de la norma o la ampliación de las posibilidades del género. A esta tensión contribuye la complejidad del discurso literario que si bien siempre se basa en modelos también los transforma.

Dentro de la historia de los géneros se verifica una falta de unidad en los modos de definir el término: mientras unos se basan la categoría de tiempo de la narración, otros recurren al criterio de ficcionalidad - no ficcionalidad, a la estructura interna, o a la intención del autor. Esta disparidad en los criterios de clasificación obedece a varios motivos: que la literatura es una configuración histórica por lo que resulta difícil llegar a un lenguaje científico, la diversidad de escuelas que genera incongruencias entre los conceptos científicos literarios internacionales, y por supuesto la diversidad de tipos textuales que dificulta la tarea de sistematización. Esto último se ha intentado resolver recurriendo al esquema triádico de los géneros (narrativa, drama, lírica) considerando a los demás como variantes o subgéneros, lo que no ha sido una solución exitosa.

En el siglo XX la investigación de los géneros avanzó con las aportaciones del formalismo ruso, la teoría de la recepción y la literatura comparada. Los formalistas rusos insistieron en el carácter procesal de los géneros, a los que conciben como un sistema de referencias que evoluciona y se modifica permanentemente. El género está determinado por la estructura de la obra (aspecto verbal, sintáctico y semántico), según Todorov, que introduce la distinción entre géneros históricos y géneros teóricos, de acuerdo a como han sido tradicionalmente definidos. Por otro lado, está la investigación estético receptiva de Weinrich y Jauss, que plantean la noción de “horizonte de expectativa” basada en la recepción de la obra: los géneros serían las concreciones de la fundación de horizonte y/o transformación del mismo. En la literatura comparada la discusión de los géneros es esencialmente discusión de los métodos, algunas investigaciones (según las diversas escuelas: norteamericana, francesa o alemana) se orientan a lo histórico literario, otras a la tematología y/o a la investigación histórica y tipológica, y al componente literario-sociológico. El objetivo de la literatura comparada es lograr crear un concepto universal de género.

Otras propuestas para el estudio del género son: la sociología de los géneros, que busca las relaciones entre el surgimiento de los mismos y las estructuras sociales; y la de Bajtín, que introduce la idea de los géneros discursivos, ampliando su significado fuera del terreno exclusivamente literario, para señalar que siempre hay ciertas estructuras que modelan el habla. Como señala Michal Glowinski, desde esta perspectiva, junto a la lingüística del texto o teoría del discurso, “la teoría de los géneros se convierte entonces en una teoría del discurso literario (...) los géneros son los arquetipos del discurso literario, fijados por la tradición, más o menos codificados, dotados de características claras e identificables”.[1] La conciencia genérica (tanto del autor como del receptor de la obra), las convenciones literarias y las relaciones entre géneros, constituyen elementos claves en su funcionamiento histórico. Primeramente, existen “directivas que norman algunas prácticas relativas a la construcción del texto literario y a su recepción”,[2] y aunque a veces no se tenga conciencia de estas directivas (que sólo posteriormente son definidas), son las que trazan la frontera entre lo necesario y lo posible dentro de un género: cuando la obra literaria sobrepasa el límite de lo necesario para ampliar el de lo posible, las fronteras se borran, y comienza la confusión de géneros, o simplemente se da pauta a uno nuevo. Los géneros se interrelacionan entre sí y forman subsistemas, y es ahí donde se observa su historicidad.

La noción de literatura está definida a partir de estas convenciones denominadas “géneros”, ya que la recepción de un texto como verdad o como ficción depende no sólo de las formas, sino del universo de creencias que desplaza continuamente las fronteras de lo ficcional.

NOTAS

[1] GLOWINSKI, Michael, “Los géneros literarios” en: ANGENOT, Marc, BESSÈRE, Jean, et al., Teoría literaria, S. XXI, México, 1993, p. 96.
[2]
Op. cit., p. 99.


miércoles, 18 de noviembre de 2009

Borges, Eco y Foucault: el cuento de los autores que se bifurcan


Gonzalo Lizardo




Nada es menos obvio que algunas preguntas obvias, como la que Michel Foucault exploró en su conferencia del 22 de febrero de 1969, dictada ante la Sociedad Francesa de Filosofía. En esa ocasión el filósofo francés se interrogó «¿Qué es un autor?» para analizar de qué manera el nombre de quien escribe condiciona nuestra interpretación de lo que se escribe: aunque haya o no existido una persona «real» que se llamara, por ejemplo, Miguel de Cervantes, o Vernon Sullivan, o Hermes Trimegisto, tanto los nombres como los pseudónimos de los autores cumplen con una función clasificatoria que nos permite, a los lectores «reales», agrupar ciertos textos mediante relaciones «de homogeneidad o de filiación, o de autentificación de unos por los otros, o de explicación recíproca, o de utilización concomitante» [1]. Gracias a esta función, el nombre «Michel Foucault» nos autoriza a confrontar lo que se plantea en Las palabras y las cosas, con lo que se afirma en El nacimiento de la clínica, de tal modo que lo leído en una obra nos prepara para lo que leeremos en la otra, y nos ayuda a percibir concordancias o contradicciones de diversa intensidad o jerarquía.

Puede suponerse que, a semejanza de otras nociones, la de autor varía con el devenir de la Historia: cada cultura y cada época le otorga a la figura autoral un significado distinto con respecto al que le otorga a sus propios sujetos. En la antigüedad, los únicos libros que debían leerse eran divinos: se leían las palabras de Moisés o de Homero como si las hubieran dictado los dioses. Aristóteles y Platón conservaron un prestigio semidivino durante siglos, hasta que el Renacimiento y la Ilustración los redujeron a una estatura humana. En la actualidad, apenas se espera de un autor algo mejor de lo que se espera de cualquier ser humano: cuando mucho, que sea talentoso o trabajador, inteligente o ingenioso, emotivo o emocionante, universal y único. La confianza de que un nombre puede autentificar distintos textos, proviene de una superstición: la de pensar que cada nombre designa a un individuo idéntico, indivisible e inmutable, siendo que las personas reales son casi siempre mutables, escindidas y heterogéneas —tal como lo manifiestan las biografías, las ideas y las obras de Maupassant, Ducasse o Pessoa, por mencionar los casos más descarados.

Si en la modernidad la evolución del autor depende de la genealogía del sujeto, parece obvio que la fragmentación de la subjetividad moderna ha generado una fragmentación de la identidad autoral, la cual debe ahora discernirse conjuntando las escurridizas definiciones de Autor Modelo, Autor Real y Autor Liminal. Pero así como las divisiones entre mente y cuerpo, alma y carne, consciente e inconsciente no han obviado el problema de examinar la identidad, cada vez más compleja, de la persona humana, estas nociones subrayan la importancia de esclarecer la intención del autor (intentio auctoris) como un paso indispensable antes de determinar la intención de la obra (intentio operis), tal como intenta ejemplificarlo Umberto Eco, en Los límites de la interpretación:

Una vez Borges sugirió que se podría y debería leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline. Espléndida sugerencia para un juego que incline al uso fantasioso y fantástico de los textos. Pero la hipótesis no puede ser sostenida por la intentio operis. Yo he intentado seguir la sugerencia borgesiana y he encontrado en Tomás de Kempis páginas que podrían haber sido escritas por el autor del Voyage au bout de la nuit […]. Pero lo que no funciona en esta lectura es que no se pueden leer con la misma óptica otros pasos del De Imitatione [2].

Un argumento intachable, al igual que su corolario: si un texto que la tradición atribuye a un autor determinado lo atribuimos a otro, se modifica no sólo el sentido del texto original, sino también el de las obras que solemos atribuir a sus hipotéticos autores. Pero el párrafo citado tiene la paralela virtud de estimular nuestra suspicacia: la sospecha de que Umberto Eco, falazmente, le ha achacado al autor argentino una afirmación que éste jamás sostuvo. Se explicaría así que omitiera referirnos en qué página planteó Borges ese juego «fantasioso y fantástico» con los textos… a menos que Eco supusiera que el lector evocaría por sí mismo a «Pierre Menard, autor del Quijote». Como se recordará, esta ficción ensayística de Borges —compilada en su libro Ficciones, de 1941— nos reseña el esfuerzo que invirtió un ficticio escritor francés para escribir por él mismo el Quijote de Cervantes. Por supuesto, Pierre Menard no se propuso elucubrar, a la manera de Avellaneda o Flaubert, otra versión del Quijote más o menos transformada. Su «admirable ambición», por el contrario, consistía en «producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes» [3].

Nada es menos obvio que algunos proyectos obvios, como el de Pierre Menard: un proyecto secreto y banal que no buscaba revolver nuestras maneras de escribir el mundo, sino multiplicar nuestras formas de leerlo. La premisa es simplísima: cuando la suponemos escrita por dos plumas distintas, una misma página genera dos interpretaciones irreconciliables. Según la perspectiva habitual, el Quijote es un relato costumbrista que un soldado español escribió en el siglo XVII como parodia de las novelas caballerescas. Si lo suponemos escrito por un poeta francés —un lector de Nietzsche y de Válery que propagaba «ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él»— entonces ocurre la magia y el Quijote se transforma, sin modificar una sola letra, en una novela histórica, una minuciosa reconstrucción literaria de nuestro pasado, al estilo de Ivanhoe o de Salammbó. En consecuencia,

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esta técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esta técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? [3]

Si las leemos con atención —y con ironía—, estas palabras demuestran que Jorge Luis Borges —en contra de lo que piensa Umberto Eco— no recomienda «leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline». Ciertamente, eso se afirma literalmente en un libro que le atribuimos a Jorge Luis Borges —el más «fantasioso y fantástico» de los fabuladores—, pero se trata de un libro que no reúne reflexiones teóricas, sino un hatajo de alegorías llamado Ficciones. Confundido por la jerga ensayística del texto, Eco olvida (acaso sin quererlo) que estas palabras, aunque fueron transcritas por el autor argentino, provienen de un narrador ficticio: un personaje sin nombre que convivía en Nimes con poetisas y baronesas y que mantenía correspondencia con literatos imaginarios mientras despotricaba contra los diarios protestantes y sus deplorables lectores —«si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos»—; en fin, un autor lleno de prejuicios ideológicos y literarios que Borges ha inventado para que escribiera en su nombre un fementido ensayo sobre Pierre Menard… en el cual se propagan, precisamente, aquellas ideas que representan «el estricto reverso de las preferidas por él».

Tal hipótesis podría refutarse, con facilidad, si se argumenta que muchos escritores usan a sus personajes como muñecos de ventrílocuo: como monigotes de papel y tinta que no repiten sino las convicciones y las dudas de sus creadores. Así les ocurrió, en desigual grado, a Cervantes y a su Quijote, a Papini y a su Gog, a Bolaño y a su Belano, a Montaigne y a su Montaigne. Es posible, por tanto, que Borges haya bifurcado su voz para amplificar sus teorías personales sobre el autor y sus personajes. Pero podemos, igualmente, sostener que el narrador del texto no es el reflejo sino la némesis del autor. Esta doble conjetura no sólo evidencia cuán complicado resulta leer las ficciones de Borges como si el mismo Borges las hubiera escrito. Demuestra también que la noción moderna de autor se ha bifurcado una y otra vez, multiplicándose por los senderos de la página, para compensar de algún modo el histórico menoscabo de su prestigio… o para reproducir mejor la fractura del sujeto moderno: esos hombres y esas mujeres que viven y medran, vacilando a cada instante entre el alma y la piel, la vigilia y el sueño, el interdicto y la transgresión, el saber y el placer, la libertad y la tranquilidad, lo real y sus ficciones, el Yo y el Otro.

NOTAS:

1. FOUCAULT, Michel,
«¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, volumen 1, Paidós, Barcelona 1999, p. 338.
2. ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998, p. 40.
3. BORGES, Jorge Luis, «Pierre Menard, autor del Quijote», en Ficciones, Alianza, Madrid 1971, p. 59.


miércoles, 11 de noviembre de 2009

La construcción del tiempo


Carmen Fernández Galán,
Gonzalo Lizardo y Maritza M. Buendía





Algunos herejes, para desconcertar a los teólogos, solían argumentar que el tiempo no existe, pues el pasado ya fue, el futuro no es aún, y el presente a cada instante deja de serlo. Inquietado por esta paradoja, San Agustín se preguntó cómo podemos, en efecto, percibir el flujo o la duración o el significado de algo inexistente. «¿Qué es, entonces, el tiempo? —escribe en sus Confesiones— Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé» [1]. Así inicia San Agustín un ejemplar análisis de nuestra experiencia del tiempo que concluye con rigurosa modestia: si bien no puede demostrarse la existencia del pasado, del presente y del futuro, tampoco podrá negarse que existan en nuestra alma la memoria de las cosas pasadas, la atención hacia las cosas presentes y la espera de las cosas futuras. Así lo explica él mismo, tomando un ejemplo de la música, el Arte por excelencia del Tiempo:

Voy a cantar una canción que conozco. Antes de empezar extiéndese hacia todo el conjunto de esa canción mi espera, pero una vez que he comenzado, a medida que los elementos extraídos de mi espera se convierten en pasado, mi memoria se extiende hacia ellos a su vez; y las fuerzas vivas de mi actividad se distienden, hacia la memoria por lo que ya he recitado, hacia la espera por lo que voy a recitar. No obstante, mi atención está ahí presente; por ella pasa a hacerse pasado lo que era futuro. Cuanto más avanza y avanza esta acción, más disminuye la espera y crece la memoria, hasta que se agota del todo la espera, cuando la acción termina por completo y pasa a la memoria [2].


Al depositar en el alma de cada hombre la semilla que origina el tiempo, San Agustín inauguró una tradición reflexiva que ha sobrevivido hasta nuestro siglo. Desde entonces y hasta ahora, los hombres se han esforzado por interpretar, demoler y reconstruir nuestra noción del tiempo, desde las diversas y a veces confrontadas perspectivas que le ofrecen la religión o la filosofía, la física o la astrología, la lingüística o la política, la poesía o la historia. Consciente ya del carácter histórico —o temporal— del tiempo, Jorge Luis Borges propuso en 1936 su Historia de la Eternidad, donde confrontó los inmutables arquetipos de Platón con la trinitaria eternidad que urdió San Agustín, antes de esbozar su propia conjetura, cifrada en el carácter homogéneo de ciertas imágenes que hacen coincidir nuestra memoria, nuestros sentidos y nuestra imaginación: «el tiempo», concluye, «es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo» [3].

Más recientes son los intentos no por definir el tiempo, sino por historiar nuestras formas de medirlo: por «someter el propio tiempo a una perspectiva temporal» (4). A partir de los métodos que los hombres han usado para administrar el flujo temporal, G. J. Withrow se pregunta por el significado que tiene el tiempo para los hombre de distintas épocas: interesado por la relación tiempo-poder, conjetura que los avances técnicos en torno a la medición del tiempo tienen implicaciones ideológicas. La misma preocupación motiva a Jacques Attali, quien relaciona el tiempo con la violencia y con el poder:

Como todo grupo debe preservarse contra la violencia aislada, anárquica, imprevisible […] todo orden social, para durar, debe saber limitar los periodos y las fechas en que puede actuar esa violencia [5]. Por tanto, el calendario es el primero de todos los códigos de poder y en cada encrucijada de la historia del poder, cambia la medida del tiempo, signo anunciador [6].


A partir del marco de referencia utilizado para contener el flujo del tiempo, Attali divide la historia en cuatro grandes etapas: 1) tiempo de los dioses, cuando el tiempo es regido por los ciclos de lo sagrado; 2) tiempo de los cuerpos, cuando se vuelve necesario organizar las ciudades mediante campanas y relojes de pesas; 3) tiempo de las máquinas, cuando la violencia se circunscribe a la fuerza de trabajo, regulada por los cronómetros; 4) tiempo de los códigos o de tiempo-signo, del hombre programado y de la proliferación de artefactos [7]. Esta división coincide en gran medida con la postura de Whitrow quien reconoce en el reloj, y no en la máquina de vapor, la clave de la moderna era industrial. A partir de la historia de los artefactos que miden el tiempo comprueban que éste no es sino una más entre las múltiples construcciones de la cultura.

Desde la perspectiva filosófica, el problema se ha centrado en ubicar la conciencia del tiempo, que no es sino la consciencia de la muerte como rasgo constitucional del ser humano: «El problema del tiempo en el plano filosófico va más allá de toda concepción meramente psicológica o existencial. Debe plantearse, comprenderse, a partir de la estructura ontológica del ser del hombre» [8]. El tiempo sin tiempo de Parménides, el tiempo líquido de Heráclito, el eterno retorno de Nietzsche, el instante como huida hacia la eternidad de Kierkegaard, el tiempo como condición a priori de Kant, el tiempo como Ser de Heidegger: todas ellas son construcciones del tiempo que generan, a su vez, variados debates sobre el destino del hombre: entre la circularidad del mito y la persecución lineal del progreso, entre recorrer la espiral de lo mismo y tomar consciencia del ser para la muerte, entre rendirse ante el azar o resignarse al hado.

NOTAS:

1. San Agustín, Confesiones, Editorial Porrúa, México 17ª edición, 2007, p. 249.
2. Íbid, p. 262.
3. Jorge Luis Borges, Historia de la Eternidad, Alianza, Madrid, 1998, p. 43.
4. G.J. Whitrow, El tiempo en la historia, Crítica, Barcelona, 1990.
5. Jacques Attali, Historias del tiempo, FCE, México, 1985, p. 15.
6. Ibid, p. 11.
7. Ibid, pp. 33-34.
8. Luis Tamayo, La temporalidad del psicoanálisis, Universidad de Guadalajara, 1989, p. 10.

sábado, 4 de julio de 2009

Súcubos


Gonzalo Lizardo



Exige la tradición que los demonios posean, a semejanza de los ángeles, un carácter hermafrodita. Por ello debían escindir su género antes de solazarse carnalmente con los humanos: frente a las damas que invocaban sus favores, los demonios asumían la forma masculina del íncubo con pene bífido y esperma gélido; por el contrario, se transformaban en suculentos y femeninos súcubos cuando deseaban tentar a los monjes, eremitas o filósofos. El asunto aceptaba además una variante, muy significativa, pues de acuerdo con J. K. Huysmans, era frecuente que algunas hechiceras, tras ayuntarse con un íncubo, adquirieran también la facultad de convertirse en súcubos para seducir en sueños, cada vez que lo quisieran, a los varones que necesitaran corromper [1].

Con sospechosa unanimidad, en los testimonios de la Inquisición se describe a estos súcubos como mujeres de carnes gélidas y piel arenosa… aunque jamás se explica porqué, ante semejante bruja fea, ningún afectado se negó a consumar la cópula. Pese a que estas historias de amor demoníaco eran arrancadas bajo tortura, la imaginación popular, casi a coro, las consideró verdaderas en su sentido literal. Desde un punto de vista moderno, antes que presuponer la existencia literal de los súcubos, habría que considerarlos como creaturas oníricas que compensan eróticamente a los varones o hembras que viven en celibato. En otras palabras, los súcubos e íncubos no serían sino figuras metafóricas que satisfacen, durante los sueños, los deseos incumplidos de los hombres o las mujeres.

Fue Paracelso quien quiso primero explicar, en su Tratado de las enfermedades invisibles, el carácter «psicológico», «interior» o «imaginario» de este fenómeno. Supone primero que el hombre posee tres Cuerpos: uno Material, visible y terrestre; otro Espiritual, alado y celeste; y otro Sideral, invisible y etéreo. Y enseguida concluye que el coito demoníaco ocurre en el último nivel y se consuma en dos ciclos: «Esta imaginación surge del cuerpo sideral, como en virtud de una especie de amor heroico; es una acción que no se cumple en la cópula carnal. Aislado en sí mismo, este amor es a la vez el padre y la madre del esperma pneumático. De ese esperma psíquico salen los íncubos que oprimen a las mujeres y los súcubos que atacan a los hombres» [2].

Si interpretamos estos Cuerpos como las intersecciones del Hombre, sucesivamente, con la Materia, con Dios y con el Cosmos, entonces el comercio carnal con los demonios ocurre en el umbral que comunica al individuo con su inconsciencia gregaria: en esa región múltiple, amorfa, bestial, donde cohabitan los mitos, los instintos, la memoria cósmica. Leída de tal modo, la teoría de Paracelso anticipa la que después formularían los cuentos negros de Maupassant, la mitocrítica de Jung o el psicoanálisis de Freud [3]: incubadas en el corazón de los individuos, y nutridas por sus sueños, estas creaturas emprenden el vuelo como fábulas o novelas, para polinizar otros corazones y generar otras pesadillas que se arraciman en mitos o arquetipos que caen de nuevo, como frutos maduros, sobre los sueños del individuo, inseminando en ellos nuevas creaturas, siempre diferentes, siempre las mismas. El inconsciente colectivo se alimenta con los sueños individuales —y las fábulas y las novelas— que la misma mitología ha alimentado: he ahí la circularidad del mito.

En este repetido vaivén de lo carnal a lo sideral, debería hallarse la ley que rige la supervivencia del sucubato: aquella que revelaría su genealogía, su raíz o su cura. Si las explicamos a nivel trivial, la perversa pelirroja visitaba al monje Ambrosio, la homérica Helena invocada por Fausto, o «la Muerta enamorada» de Teófilo Gautier [4] son súcubos de consistencia muy tenue y artificial. Acerrojados en su celda, su ermita o su estudio, aquellos hombres tenían a la mano muy pocas representaciones concretas de la mujer que anhelaban, de ahí que aquellos súcubos suyos no fueran sino espejismos, translúcidos y monótonos, moldeados con torpeza por su propio inconsciente.

Aún así, y aún ahora, resulta notable que esas «fantasmagorías» fueran sentidas con tanta intensidad por sus víctimas. Sin duda, esa misma falta de estímulos exacerbaba su sensibilidad, lo cual explica por qué esos hombres se rendían ante ellas con esa devoción tan agridulce y viciosa, apenas contenida por el remordimiento. Si eso pasaba entonces, cuando se creía en el infierno, debe aceptarse que en nuestros tiempos, con la decadencia de la fe y con la proliferación de las imágenes femeninas en el arte y en los medios de comunicación, podrían algunos varones obtener una experiencia más integral y desenfadada del comercio sexual con sus súcubos... si no fuera porque el mismo exceso de información e imágenes suele hastiar muy pronto la sensibilidad individual.

Acaso por ello bastaría con obedecer el consejo de M. L. Von Franz y percibir a los súcubos como si fueran seres completamente reales, sin sospechar en ningún momento que su acoso es «sólo una fantasía»: «Si esto se realiza con devota atención durante un largo período, el proceso de individuación se va haciendo paulatinamente la única realidad y puede desplegarse en su forma verdadera» [5]… con lo cual habría que transvalorizar el sucubato: dejar de considerarlo una enfermedad o un pecado, y aceptarlo como un don: como un «amor heroico» que le es concedido a ciertos varones cuando viven su celibato con «devota atención»: sin distracciones que anestesien sus sentidos materiales, ni culpas que lo amedrenten ante esas creaturas siderales, nacidas de la cópula entre su imaginación y el mito.


NOTAS:

1. HUYSMANS, Jorris- Karl, Allá lejos, Valdemar, Madrid, 2002 p. 210.
2. Citado por JACOBI, Jolande, «Los demonios del sueño», en Lo demoniaco, VV.AA. Monte Ávila Editores, Caracas 1970, p. 77.
3. FREUD, Segismund, La interpretación de los sueños, Planeta-Agostini, Barcelona 1992, pp. 535-550.
4. LEWIS, Matthew Gregory, El monje, Valdemar, Madrid 1998; MARLOWE, Christopher, La trágica historia del doctor Fausto, Losada, Buenos Aires; GAUTIER, Theophile, «La muerta enamorada», en Cuentos fantásticos del siglo XIX (CALVINO, Ítalo, compilador), Siruela, Madrid 2005.
5. FRANZ, M. L. Von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav, El hombre y sus símbolos, Caralt, 7ª edición, Barcelona 2002, p. 186.

miércoles, 17 de junio de 2009

La poética del voyeur y los tres niveles hermenéuticos: “El gato”


Maritza M. Buendía




Imaginemos que dios fue el primer voyeur, que para crear el mundo tuvo primero que visualizarlo. Imaginemos que desde entonces su mirada se instala en cada uno de los seres de la creación: hombres y bestias, aun en soledad, son observados. Imaginemos que esa mirada pesa, sanciona nuestras actitudes y condena nuestras faltas, y ante la escasez de alternativas, ante una mirada omnipresente, no es sencillo redimir nuestros pecados.

Escuchemos a la serpiente tentación: “Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”; imaginemos la caída: de casi ángeles, de casi divinos, a totalmente humanos: “Entonces se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos”.[1] Al abrir los ojos, de nada sirve ocultarse, de nada sirve añorar el paraíso, hay que buscarlo en otro lado. Sin embargo, de aquella antigua estancia (aun imaginaria) quedan residuos: cada vez que el hombre se propone escribir le es inherente el acto de mirar (entre muchos otros actos), forma un modelo y, basado en él, lo representa, lo describe y, como dios, insufla vida. La cuestión estriba primero en saber mirar y luego en saber qué se está mirando. Pero como “saber no es comprender” es inevitable un ejercicio hermenéutico para comprender aquello que se mira.

Llenos por su uso, los ojos se tornan un instrumento más de nuestro cuerpo y se olvida que en el transcurrir de un día el ojo pasa por una infinidad de objetos y de personas. Pasar los ojos va a la par con el olvido, el mirar preserva el recuerdo, pero el acto de comprender aquello que se mira hace tatuajes en el alma y en el cuerpo.

El acto de mirar implica abstraer: instante en que lo visto es separado de su entorno. Del mero devenir, la mirada paraliza lo que observa, lo sustrae de su obcecado transcurrir, reconoce su recinto, su frontera, visualiza su contenido. El que mira sufre también una suerte de parálisis (verbal, emocional y física): nada puede decirse cuando la belleza se deposita en un cuerpo, el pensamiento mismo se resguarda en eso que mira. No resulta difícil imaginar (aunque el texto no lo explicite y se recurra al cuadro vivo como metáfora de la parálisis) que, en esos momentos, al voyeur y a su pareja una inmovilidad los azota. El cuerpo ya no se desplaza, se mira o se es mirado. Y de esta parálisis emana una poética: una forma de ver y de fundar un mundo donde la mirada de dios ya no pesa o se transforma en otra cosa.

Especificar el primer nivel hermenéutico en “El gato” es acudir a su estructura cerrada. Hay una admisión de una necesidad y una consecuente aceptación, pasando por un periodo de supuesta indiferencia. Las estrategias discursivas mantienen la atención del lector. ¿Quiénes ven?: D ve el cuerpo de su amiga; el gato ve el cuerpo de la amiga de D; el narrador ve al gato, a D y a su amiga; el lector ve lo mismo que el narrador; la amiga de D se deja ver.

Antes de la bienvenida del gato, la mirada de D es el punto de unión entre él y su amiga: la ve dormida, desnuda sobre su cama, los rayos del sol entran por la ventana y tocan su cuerpo, las mantas cerca de los pies, el cabello le cubre la cara; “el ser amado equivale para el amante, para el amante solo, sin duda, pero qué más da, a la verdad del ser”.[2] La mirada anticipa, prepara el escenario para el después.

El ritmo de la narración decae, metáfora de un cuerpo que agoniza. El resultado es uno: el erotismo se afirma en la creación de un ambiente propicio para la unión. Al igual que en “Retrato”, el cuerpo de ella ensaya diferentes posiciones, gestos que se oponen en su aparente indiferencia: dormido, despreocupado de quien lo observa, separado de la vida por el sueño, seductor, palpitante. Comunicación a través de la mirada, de la piel y de la soledad de dos, del quererse a través de y gracias a los cuerpos. “Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían (…)”[3]

La belleza se deposita aquí en la apertura de un cuerpo que marca una armónica conjunción con su entorno y que se eleva a un plano espiritual. La relevancia que García Ponce otorga a la vestimenta y a los aderezos de Camila corre sus velos para dar paso a la pura y llana desnudez. Por ese solo hecho el cuerpo transgrede, quebranta la norma del estar vestido. Mas la transgresión se percibe suave, salida del estado habitual de los cuerpos hacia el estado del deseo erótico.

Pero ¿es posible alcanzar el erotismo sagrado sin pasar antes por el erotismo de los cuerpos y de los corazones? ¿Es viable llegar a lo más alto de la llama sin antes transitar por sus otras etapas? García Ponce lo advierte: hace falta un entramado, una serie de transgresiones. Para el que observa y es observado, el espectáculo de la belleza encierra una aparente contradicción. Para comprender esa contradicción y, por ende, el espectáculo y la belleza, Klossowski habla del emblema de la disimulación a través de Octave, quien observa una pintura de Tonnerre: aquellos gestos que contradicen a las palabras o aquellos trazos en suspenso que muestran la incertidumbre ante lo que se observa. Cuando el cuadro vivo inmoviliza un sustrato del devenir de la vida, el espectador comprende el diario espectáculo en el que se encuentra: cada acto de su vida, como acción sujeta a inmovilizarse, es el espectáculo de la vida. “Lo que Tonnerre quería expresar era esa simultaneidad de la repugnancia moral y de la irrupción del placer en una misma alma, en un mismo cuerpo, y la fijó mediante esa actitud de las manos, una de las cuales miente y la otra confiesa un crimen que le llega a los dedos”.[4]

La vida como espectáculo corre incesantemente: se inventa a cada instante y sin ningún sentido, sola, se despliega ante sí misma. Es el arte quien tiene la capacidad de detener esa caída y de mostrarla. El arte consolida al espectáculo de la vida y le da sentido. Es artificio, como el erotismo, como el amor, como el símbolo. Con su rito, con la colección de cuadros vivos que es el cuento, el voyeur-artista expone el arte de su espectáculo que tanto él como su pareja ofrecen. Si la vida es espectáculo y el arte lo demuestra, transformándose él mismo en espectáculo, el rito del voyeur, por ser espectáculo, también es arte.

Hacerlo evidente es el reto del voyeur, su vocación.

Desentrañar el contenido latente del texto manifiesto (segundo nivel hermenéutico) es sostener que la casual aparición del gato en el edificio donde vive D, cumple con varias funciones: acentuar el lenguaje de los cuerpos, detonar el inicio de la poética del voyeur y, por último, asimilar el rito del espectáculo a través del emblema de la disimulación y la creación de cuadros vivos.
El gato es gris, pequeño, de mirada amarilla, gato niño todavía, lleno del misterio de los gatos, de su voluptuosidad y ternura, también de su indolencia y soberbia. El narrador omnisciente dibuja a un animal colmado de vida. Personaje independiente que decide sus acciones mediante su comportamiento: entorna los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, se enrosca en los barandales de la escalera, levanta las orejas en señal de alerta, se estira para apoderarse de su territorio. Ya antes se tiene un cuerpo en el que confluye la belleza y una habitación para depositarlo y rendirle culto.

Un departamento, un cuarto, una cama. Un cuerpo encima de la cama. Un proceder de lo general a lo particular, un detenerse ahí, un embelesarse. Dentro de la parálisis del cuadro vivo, el gato –metáfora de lo que después será el invitado– es el agente o el adyuvante que echa a andar los movimientos del voyeur y de su pareja, luego también los inmoviliza.

El rito se vuelca en la frecuencia y en el intervalo con que se efectúan los encuentros entre D y su amiga. A pesar de su estrecha relación, ambos se niegan a contraer matrimonio o a vivir en una misma casa. Prefieren conservar la sorpresa de la distancia que una semana les concede y ritualizar los domingos: día de encuentro y de descubrimiento (uno se desviste para el otro), final del día (vestirse como anticipo de la espera). Hay entonces una ruptura del tiempo ordinario: domingo, día de descanso, lejos del tiempo del trabajo; domingo, día del ritual de la contemplación.

Ahora hace falta dar inicio al desprendimiento, al paso de lo casual a lo necesario: D desea compartir con alguien eso de lo que es testigo, el deseo convierte a la imprevista llegada del gato en un acontecimiento inevitable. Ahí también su importancia: el gato es el primer invitado de los amantes, agente que marca el voyeurismo en su etapa más temprana y el tercer nivel hermenéutico.

Con “El gato” el tema del voyeur alcanza su mayor trascendencia. Incluso, el hecho de que D sea quien descubra al gato y no la protagonista subraya la relevancia del papel masculino como el causante, iniciador y continuador de una forma de vida. Desde entonces, el gato se torna indispensable para la pareja.

D enferma de fiebre, motivo que incrementa de manera alarmante las sensaciones corporales e inunda a la narración en un tiempo sin tiempo. Entre la oscilación del sueño y la vigilia se accede a un nivel simbólico: “El día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente (…)”[5] Gracias al gato, D descubre su papel de voyeur, su curiosidad de artista. El ver se transforma en una manera de querer que percibe y anticipa el tacto.

D sana y se incorpora a su antigua vida, mas ya sus sueños han demostrado su tendencia al voyeurismo. Y, como voyeur, buscará un centro, desplazable según la perspectiva de los personajes: para su amiga el centro es D y el gato, para D el centro es su amiga y el gato. Esto arroja al gato como el centro. Falso centro que sólo simula: nunca se localiza un punto de apoyo o de equilibrio.

La mirada, el rito y el espectáculo conducen hacia el interior de los personajes y se exterioriza tanto hacia ellos como hacia el lector. El lector participa activamente dentro de la construcción de la obra desde el momento en que el autor y sus personajes lo convierten en su cómplice. El lector recrea los acontecimientos y se inmiscuye. El autor transforma a la lectura en una mirada más: invita a penetrar en la historia y cuando el lector se acostumbra al tono de la narración, invita a contemplar los cuadros vivos.

El lector se metamorfosea en el voyeur solitario de la obra: su mirada también se sitúa cuando el rito del espectáculo descansa y los personajes realizan otro tipo de actividades o cuando, simplemente, desaparecen. En este sentido, el lector sobrepasa el papel del voyeur y se equipara a la mirada del autor. Ambos como entidades independientes que se intercomunican. Fusión de horizontes a través del texto que arroja la comprensión. El esquema de la trama, cuando D arriesga a su amiga a la contemplación, se reitera a otro nivel: el autor entrega su escritura y cuando el lector acepta, acepta también su voyeurismo, lo que cierra la encomienda del texto.

NOTAS:

[1] Gn 3, 5-7.
[2] Bataille, Georges, El erotismo, Tusquets, México, 1997, p. 35.
[3] García Ponce, Juan, “El gato”, Cuentos completos, Seix Barral, México, 1997, p. 176.
[4] Klossowski, Pierre, La revocación del Edicto de Nantes, Tusquets, Barcelona, 1998, pp. 33-34.
[5] Idem, p. 185.

domingo, 19 de abril de 2009

Teoría de la ficción


Carmen Fernández Galán


Del texto al contexto: del Estructuralismo
al Postestructuralismo


La función de la crítica literaria no se limita a emitir juicios sobre las obras para integrarlas en el canon de “universalidad”, la crítica debe apuntar a problematizar tanto las categorías de la historia literaria como los conceptos de la teoría del lenguaje. En este sentido los textos, como señala Roland Barthes son un campo metodológico, hipótesis sobre la infinitud del lenguaje.

Se podría afirmar que en el ámbito de la crítica hubo un cambio de paradigma impulsado por el ideal de objetividad que la lingüística había alcanzado a inicios del siglo XX, así en contraste con la crítica romántica, historicista o de autor de siglo XIX, hubo un intento de sistematizar los estudios sobre la literatura primero por los formalistas rusos y luego por el new criticism norteamericano. Sin embargo el ideal de objetividad condujo a un estudio inmanentista de la literatura que relegó algunos de sus aspectos esenciales como el de la ficcionalidad. A pesar de que el estructuralismo fuerte o semiótica greimasiana intenta constituirse en una teoría de la significación que abarcaría el fenómeno del significado y que permitía dar el salto de la semántica lingüística a la semántica discursiva para explicar el mecanismo de los textos como un proceso generativo, se siguió relegando el factor contextual, ya que se consideró a los textos como mecanismos cerrados; una consecuencia de esta propuesta semiótica que podría aplicarse a todo tipo de textos, es que la especificidad de los mismos era puesta en duda, es decir, ya no se podía distinguir entre un texto literario y uno no literario.

La teoría de la ficción estuvo marginada tanto por parte de los teóricos de la literatura como por la filosofía analítica. Los primeros porque al poner énfasis en las estructuras o artificios del texto marginaron todo aspecto extratextual y con ello la dimensión referencial del texto y cualquier tema sobre la representación, y los filósofos analíticos porque en su búsqueda del rigor del lenguaje excluyeron los enunciados de ficción a los que consideraron pseudoaseveraciones porque carecen de referente y no pueden calificarse como verdaderos o falsos.

El posestructuralismo reaccionó en contra del estructuralismo clásico y evidenció la naturaleza fluctuante de la significación, mientras que los enfoques pragmáticos en filosofía retomarían la discusión sobre el estatus y funciones de la ficción. Así, los filósofos del lenguaje ordinario (Wittgenstein, Austin, Grice) demostraron que un misma proposición puede ser verdadera o falsa atendiendo al contexto de enunciación, y que no existen referentes sino usos referenciales por lo que el significado puede variar infinitamente, además frente a la falacia descriptiva afirmaron que casi todas nuestras enunciaciones son elípticas o agramaticales y la mayoría de la información la inferimos por nuestro conocimiento de mundo y por la voluntad de entendernos, lo que Grice llama “principio de cooperación” y que posteriormente sería muy cuestionado por los estudios comparados de la cultura.

Actualmente existen dos grandes enfoques en torno a la ficción, uno externo que considera a la ficción como práctica referencial marginal y que los hechos de la imaginación carecen de valor de verdad, y otro interno que trata de construir modelos de la comprensión que tiene el usuario de la ficción que requiere de un sistema de inferencias que relacione ciertos pasajes con un marco de referencia extratextual. (1)

En la teoría de la ficción considerada desde su aspecto representacional se conjuntan la reflexión lingüística y el análisis literario, sin dejar de lado los vínculos entre la literatura y otros sistemas culturales, que permiten considerar su función y su especificidad en cuanto a forma de comunicación de tradición esencialmente escrita. El ámbito ficcional abarca problemas como el de la demarcación o los límites entre ficción y no-ficción que conducen necesariamente a la discusión del estatus ontológico de los seres de ficción, pero que sin un marco cultural y fático que de cuenta de las convenciones y la función de la ficción, puede llevar a discusiones interminables.

El tipo de existencia o estatus ontológico
de los personajes de ficción

Entre los filósofos analíticos se desató una larga polémica que comenzó con la afirmación de Russell de que los nombres no corresponden a entes reales y a nadie denotan, por lo tanto, cualquier proposición sobre ellos es falsa. Esta polémica a rodeos innecesarios en torno a la ficción: que si las proposiciones de ficción no son ni verdaderas ni falsas, que el escritor se refiere a un nombre y no a un ser existente, que la referencia se halla en el libro, que las obras de ficción se identifican a partir de los usos ilocucionarios del autor, que la existencia se supedita a la fábula no al mundo real, que se deben usar diferentes estándares de verdad como el de la ficción y el de la realidad, etcétera, pero siempre se esquivó o se trató de manera superficial el aspecto representacional.

Al personaje de ficción se le construye esencialmente desde la denominación más que por sus propiedades, porque puede haber personajes de ficción caracterizados hasta por su falta de caracterización, recuérdese Esperando a Godot, u otros personajes que se definen por no tener propiedades; incluso si un ente de ficción cuestiona su existencia, como en Niebla de Unamuno, es existente. Lo fundamental es el nombre propio que por su naturaleza indexical funciona como designador rígido, así no hay diferencia entre nombres propios y nombres de ficción, y si un nombre conduce a un bloqueo referencial estamos ante un ser no existente, pero esta estrategia de bloqueo es un estrategia para crear entes de ficción aunque siempre enmarcados en un mundo posible, ocurre sin embargo que algunos entes de ficción tienen una existencia exterior a las obras que habitan, como el Quijote, lo que problematiza su estatus ontológico, pues habita varios textos o mundos, la discusión se plantea entonces en términos dialógicos o de intertextualidad, de escrituras que remiten a otra escritura.

En la ficción no importa el paso del significado a la referencia, ya que la forma de construcción de personajes y escenarios siempre es incompleta o parcial, el lector debe completar la representación propuesta por la narración y por lo tanto “lo representado por el autor y por el lector no tiene que coincidir” (2) y “[…] los personajes literarios siempre incompletos no perderían su objetividad a pesar de ser accidentalmente subjetivos.” (3)

Respecto a los seres con intensión pero sin extensión, como los unicornios o centauros, su existencia no puede ser explicada fuera del contexto histórico y las tradiciones mitológicas donde cobraban sentido y que perdieron eficacia simbólica. Por otra parte, la mitología está íntimamente relacionada con el origen de la propia literatura. El mito como relato en las tradiciones orales implica memoria y repetición, poesía y canto que deviene escritura: “La literatura nace del mito con la misma naturalidad con que los sueños nacen de la vigilia.” (4) Por lo tanto la literatura resguarda los ecos del mito. La memoria como trama de la temporalidad es atravesada por la experiencia del lenguaje, pues la única forma de contener el tiempo que fluye es la representación.

La demarcación: los límites
entre ficción y no ficción

Para algunos autores no hay diferencia ontológica entre ficción y no ficción; esta cercanía preocupa a los filósofos mientras que a los escritores fascina, Las ruinas circulares de Borges son un ejemplo de esta proximidad que en ocasiones lleva a pensar que también nosotros estamos siendo soñados o creados por alguien. En Borges y yo el autor se construye a sí mismo paradójicamente como ser histórico y de ficción a la vez, ya que la voz narrativa en primera persona asume el papel de Borges-personaje mientras el otro Borges lo escribe como narrador lo que crea un efecto especular, y un espejo frente a otro proyecta el infinito.

Ningún mundo posible es totalmente autónomo del mundo real, aunque existen diferencias de grado en cuanto al uso de referencias extratextuales (contenido histórico, autobiográfico, novela histórica), marcadas por convenciones. El realismo como movimiento literario con grandes pretensiones miméticas ha sido el punto de partida de varios autores. Roland Barthes realizó en S/Z un estudio de un texto clásico del realismo francés para negarle posteriormente su posición dentro del realismo por la multiplicidad de lecturas que demostró admitía, además demostró la falacia del realismo evidenciada por Flaubert: su pretensión de verdad y el desconocimiento de los procesos de significación, ya que aunque creía representar la realidad, la interpretaban. Estas reflexiones no sólo tendrían consecuencias dentro de la historia literaria, también en la teoría del lenguaje: ante el texto plural Barthes postula entonces la muerte del autor y el nacimiento del lector. De igual manera las reflexiones de Pavel sobre el destino de los mitos que devienen ficciones en tanto los sistemas de creencias se desplazan, y de Tomás Albaladejo sobre la semántica de la narración, parten del realismo. (5)

La referencialidad implica necesariamente una reflexión sobre el concepto de mimesis, que no es simple imitación de la realidad, sino poesis, imitación creativa. Retomando a Aristóteles, Ricoeur sostiene que la mimesis es una reduplicación de la realidad, una metáfora de la misma. Quizá la diferencia entre historia y ficción es que la primera es imaginación reproductiva y la segunda, imaginación productiva:"Las ficciones reorganizan el mundo en función de las obras y esas obras en función del mundo". (6)

Una obra literaria no es autorreferencial solamente, según afirmaba Jakobson, es más bien una obra con una referencia desdoblada, siempre hay referentes, y el carácter de escritura que permite a un texto traspasar tiempo y espacio conduce a la infinita recontextualización, a la infinita interpretación, los referentes se deslizan también en el tiempo y son atribuciones de los lectores.

NOTAS

(1) Cfr. Thomas G. Pavel, Mundos de ficción, Monte Ávila, Caracas, 11995, p. 29.
(2) Rosa Krauze de Kolteniuk, Los seres imaginarios. Ficción y verdad en literatura, Universidad de la Ciudad de México, México, 2003, p. 93.
(3) Ibid, p. 94.
(4) Francisco José Ramos, “Tiempo y mito,” en: A. Ortiz.Osés y P. Lanceros, (dir.), Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2001, p. 780
(5) Albaladejo, Tomás, Semántica de la narración: la ficción realista, Taurus, Madrid, 1992
(6) Krauze, op. cit., p. 93.

sábado, 11 de abril de 2009

Los cuatro Sentidos Hermenéuticos en "Los muertos" de James Joyce


Gonzalo Lizardo



Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las más amargas querellas entre obispos, teólogos y predicadores se produjeron al discutir si los feligreses debían aceptar las Sagradas Escrituras sólo en su sentido literal —único y unívoco— o permitir que exploraran su sentido alegórico —múltiple y equívoco. Aunque la primera facción se impuso muy pronto —por cuestiones políticas que no vienen al caso— tuvieron que pasar once siglos casi para que la Iglesia Cristiana elaborara un sistema interpretativo —más coherente que completo— basado no en dos, sino en cuatro sensus hermenéuticos. De acuerdo con la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino, cuando leemos un texto —tanto los libros sagrados del cristianismo como los tratados aristotélicos, los mitos clásicos o los poemas paganos— debemos establecer en primera instancia un sensus litteralis —un sentido literal discernido por métodos filológicos— seguido por un sensus spiritualis —un sentido espiritual que depende completamente del primero y que se compone por un sentido alegórico, un sentido ético y un sentido anagógico (1).

Siete siglos más debieron transcurrir para que este principio tomista de múltiple interpretación fuese aplicado en provecho de la literatura. Tuvo que ser un irlandés, instruido en los rigores jesuíticos y aislado de las incipientes vanguardias que agitaban el continente europeo, quien recurriese a «una o dos ideas de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino» (2) para redefinir la función del arte y la naturaleza de la emoción estética. En el capítulo V de su novela Retrato del artista adolescente, James Joyce, por boca de su personaje Stephen Dedalus, manifiesta que el arte «despierta, o debería despertar, induce, o debería inducir, una stasis estética, una piedad ideal o un ideal terror» (3). Antes, había definido la Piedad como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos y lo une con el ser paciente» y el Terror como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con la causa secreta» (4). En consecuencia, podría demostrarse que el lector debe alcanzar esa stasis en cuanto descifra, mediante una epifanía, el sentido anagógico de una obra estética.

Para iluminar esa hipótesis, podríamos releer «Los muertos», el último cuento de Dublineses: una novela corta, con apariencia realista, que cifra detrás de cada objeto, cada gesto o palabra, una apretada urdimbre simbólica. «Los muertos» no parece, en su sentido literal, sino la costumbrista descripción de una fiesta de Epifanía: una cena con pavo, canciones y bailes, que reúne como cada año a los familiares y amigos de las señoritas Morkan; un montón de personajes que parecen representar, en un sentido metafórico, a la sociedad irlandesa en su conjunto —con todos sus prejuicios, traumas y clichés. Conforme transcurren las páginas, estos animados personajes van revelando poco a poco su lado muerto —sus ilusiones perdidas, sus fracasos vitales, su parálisis intelectual, su lenguaje vacío—, al tiempo que su plática va invocando a aquellos «grandes hombres y mujeres muertos y pasados cuya fama el mundo no dejará morir fácilmente», como lo expresa el protagonista, Gabriel Conroy. Ante la vitalidad de estos muertos convocados por la memoria, palidecen los vivos convocados por el banquete.

En un sentido moral, el cuento denuncia la parálisis —esa simbólica muerte— que paraliza la voluntad de los vivos, y la importancia casi supersticiosa que le otorgamos a los hombres y los tiempos muertos, de tal modo que en ocasiones la imagen de un cadáver puede anular la de un ser presente: al menos así ocurre cuando Gabriel corteja a su esposa Greta en el hotel, y ella lo desdeña, adolorida por el recuerdo de Michael Furey —ese novio suyo que se dejó morir por amor a ella. En principio, Gabriel siente celos, decepción, furia por saber que su esposa fue amada por otro hombre. Esta sensación de inferioridad lo obliga a tomar consciencia de sí mismo: un individuo fatuo, que decía discursos en la fiesta y publicaba mediocres artículos en el periódico. Y esta consciencia lo lleva a reconocer la sombra de la muerte en todos sus parientes, en sus amigos e incluso en el rostro de su esposa, que se ha dormido ya.

Es entonces cuando se asoma a la ventana y, al ver la nieve que cae, Gabriel recibe la luz de la epifanía: la piedad o el terror que, como una terrible luz mística, le revela el sentido anagógico de esa historia, su propia historia:

Abundantes lágrimas llenaron los ojos de Gabriel. Nunca se había sentido así por causa de una mujer, pero sabía que aquel sentimiento era amor. Las lágrimas se apiñaron en sus ojos, y en la oscuridad parcial de la habitación imaginó ver la silueta de un joven bajo un árbol del cual goteaba la lluvia. Otras siluetas estaban cerca. Su alma se había aproximado a la región habitada por la vasta multitud de los muertos. Tenía consciencia de la voluble y fluctuante existencia de los muertos, pero no podía comprenderlos. Su propia identidad se desvanecía en un mundo gris e implacable: el sólido mundo donde estos muertos habían medrado y vivido alguna vez, se disolvía y consumía.

Pocos y leves golpecitos en la ventana lo hicieron volverse. Había comenzado a nevar nuevamente. Vio cómo los lentos copos, plateados y oscuros, caían oblicuamente en el haz de luz de la calle. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los diarios tenían razón: la nevada era general en toda Irlanda. Caía en toda la extensión de la oscura meseta central, sobre las colinas desnudas; caía suavemente sobre el pantano de Allen y más al oeste aún; caía sobre las oscuras y revoltosas olas del Shannon. También caía en todos los rincones del solitario cementerio de la colina, donde fuera enterrado Michael Furey. La nieve permanecía amontonada sobre las inclinadas cruces y sobre las lápidas, sobre las puntas de la pequeña reja de la puerta, en los áridos espinos. Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos
(5).


El último párrafo, que cierra el cuento y el libro, constituye una pequeña e irrepetible obra maestra de la narrativa simbolista. Desde el interior ardiente del corazón de Gabriel, el lenguaje va abriendo su enfoque, como una cámara cinematográfica, hasta hacernos abarcar con el entendimiento primero la ciudad entera, luego toda Irlanda y por último la integridad espacial y temporal del universo. Leyendo con rigor y pasión los acontecimientos que conformaron esa noche de Epifanía, Gabriel Conroy ha percibido el sentido anagógico, pues ha transitado «de las cosas visibles a las invisibles y, en general, de las creaturas a su causa primera» (6). Sólo que, a diferencia de los hombres de fe, el agnóstico Gabriel intuye que esa «causa primera» de todas las cosas no es Dios, sino la Nada. Por tanto, más que Piedad por las creaturas —los seres pacientes—, lo que padece es Terror: una parálisis ante la grave y constante causa secreta del sufrimiento humano. Su «voluble y fluctuante existencia» está contenida en la imagen de la nieve que va arropando el universo: la misma nieve que cae sobre él y los otros, sobre la tumba de su rival, sobre la ciudad, sobre el mismo cementerio. Nada, sino la capacidad de percibir la Nada —esa nieve que encubre tanto a los vivos como a los muertos—, distingue al Hombre de su Sombra.

NOTAS

1. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Suma de teología, Parte I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1988, p. 98.
2. JOYCE, James, Retrato del artista adolescente, Lumen, 6ª edición, Barcelona 1998, p. 222.
3. Ibídem, p. 245.
4. Ibídem, p. 243.
5. JOYCE, James, «Los muertos», en Dublineses, Ediciones Coyoacán, México 1994, p. 202.
6. ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE,
Cuarta Edición, México 2004, p. 66.

lunes, 9 de febrero de 2009

La poética del voyeur y los tres niveles hermenéuticos: "Retrato"


Maritza M. Buendía


En el cuento "Retrato", de Juan García Ponce, la celebración de la belleza inicia la poética del voyeur. Tal celebración desemboca en una serie de cualidades que deben reunir tanto el personaje masculino como el femenino, núcleos de una relación voyeurista. Es evidente: no cualquier personaje cuenta con los atributos para ser un voyeur ni cualquiera es apto a ser contemplado. Hay una constante: la mujer es la depositaria y la portadora de la belleza, el hombre atestigua esa belleza como si de una presencia se tratara. La belleza adquiere calidad de peso y de movimiento, flota, es –a pesar de su esencia intangible y confusa– un algo que toca la conciencia y los sentidos, un algo que en seguida se evapora. Cuando se muestra, no queda más remedio que arroparse en ella, pues “¿para qué se narra si no es para celebrar a figuras tan adorables como Camila?”[1]
El primer nivel hermenéutico conduce a la estructura narrativa. Presentada, en una primera instancia, como un cuento de hadas, se asiste al relato de un personaje y de una historia fuera de lo común: Camila, la protagonista, nace en Singapur, el padre se suicida, llega un padrastro, etcétera. Desde un inicio, el narrador da cuenta de su fascinación, la que regirá cada una de sus acciones y decisiones: “¡qué irresistible puede ser considerar a una niña bellísima e infeliz como en los cuentos de hadas!”.[2]
Durante más de la mitad del cuento se cree que el narrador es omnisciente hasta que paulatinamente se evidencia un narrador protagonista, inmiscuido en la trama de la que al principio se veía ajeno. Esto cumple con un objetivo: acentuar la fuerza de los hechos. El narrador pretende contar una historia desde una aparente imparcialidad, simple apuntador. No obstante, varios indicios sugieren su enorme esfuerzo por ofrecer una versión fiel a lo sucedido y mantenerse al margen (esfuerzo que falla). La descripción, a la que recurre el narrador para ofrecer una imagen de Camila, es una trampa que lo envuelve: el narrador se pierde en la delicia de recrear con palabras la belleza de Camila, luego se anula en ese proceso. Cuando conceptualiza sus emociones, se diluye en la escritura y quebranta la supuesta objetividad de los hechos. La descripción del otro confiere esta facultad de naufragio.
Un hecho importante marca el cambio: la llegada de Camila en la vida del narrador, “su aparición fue la más fulgurante revelación de la belleza que he tenido en mi vida”.[3] La belleza se asume como un centro, y toda aparición de un centro, según Mircea Eliade, actúa como característica indispensable para que se produzca el fenómeno de lo sagrado. A raíz de ese centro, la vida del narrador se aglutina en un único tiempo: es imposible hablar ya de un pasado, de un presente o de un futuro cuando la vida se detiene en un instante y subsiste eternamente fija. Además, el advenimiento de Camila en la vida del narrador coincide también con el centro mismo de la narración, estado que remarca la indisoluble (o inexorable) unidad de los distintos planos: es absurdo separar la escritura de la vida.
“Llego ahora al inefable centro de mi relato”,[4] asegura el narrador. En adelante, se precipita un desmoronamiento, un final sorpresa que cierra la estructura del cuento: con una antena de un coche, Camila asesina a la mujer del narrador, el narrador se culpa por el asesinato y es encarcelado. Desde una celda, el recuerdo de Camila lo lleva a escribir su historia, vuelve así a vivir lo vivido, vuelve a padecerlo y a disfrutarlo. Desde ahí, aguarda su llegada.
En torno a Camila se confabulan símbolos: la puerta del departamento por donde ella entra es la entrada al paraíso. Hay un antes y un después de esa puerta, un tiempo y un espacio que se abre y se suspende. La puerta ya no es cualquier puerta: Camila, su belleza, la mirada del narrador, elevan esa puerta al rango de una hierofanía. La puerta incorpora en el mundo algo ausente, latencia que pugna por emerger. La belleza es un elíxir o la varita mágica de un genio perverso: transforma lo ordinario en extraordinario aunque lo extraordinario intimide.
Al interpretar el texto manifiesto se obtiene el contenido latente: el asunto principal del cuento es, precisamente, la celebración de la belleza. Las largas descripciones de Camila, el enumerar sus cualidades físicas, el mostrarla como un personaje “libre”, sin profesión ni meta alguna que la hagan ir en contra de sus instintos, sitúan a este cuento como una síntesis de los personajes femeninos dentro de la narrativa de García Ponce. Síntesis que remite a una de sus influencias principales: Nabokov.
Las ninfas perturban la razón de los hombres, quienes son diestros en per-vertir la “normalidad” y las “buenas costumbres”, diestros en concretar las historias que imaginan tatuadas en el cuerpo de las nínfulas: ellas están predestinadas para algo que atenta el plano de la realidad. Los hombres que contemplan a las nínfulas no pueden más que permanecer en silencio; luego, utilizan la descripción como recurso que autoriza un acercamiento. Mas la descripción termina en digresión: “a ella, como siempre, nada la tocaba”.[5] El hombre, mudo testigo de tanta exhibición, se torna adicto y, con naturalidad, se transforma en voyeur.
Camila es una nínfula: indescifrable y melancólica, ingenua y vulgar. Su belleza seduce, aprisiona. El narrador afirma su carácter de ninfulez a través de varias fotografías de su infancia: desde entonces hay algo de “irresoluble misterio en la absoluta belleza de su rostro”.[6] Hay aquí una idea vital: la belleza es absoluta, lo que es absoluto es sagrado, lo que es sagrado es un misterio.
Camila es alguien (o algo) para detallarse, para no querer salir de ahí a pesar de la tortura. Todo se dispone a su servicio: las faldas tableadas, los suéteres, los mocasines, los pantalones ajustados y hasta su signo zodiacal trabajan como elementos decorativos que configuran su cuerpo como si se tratara de un altar. Accesorios que brindan (y complementan) un homenaje al cuerpo, a la belleza que ahí se deposita y que lo hace exclusivo. Culto a la belleza: Camila en pijama, Camila jugando tenis, Camila vestida de novia, Camila sangrando en una tina de baño, Camila leyendo encima de un sillón, Camila enojada, Camila triste. La belleza es en sí misma un espectáculo, una representación, prodigalidad que se regala al espectador atento, es la vida que se confirma y se ofrece a la contemplación.
No obstante, este aparente actuar desinteresado alberga su lado oscuro: la suspensión que se obtiene a través de las descripciones es sólo una imagen y una imagen es algo difuso, impalpable. Entonces, ¿cómo hacer de ello un retrato?
La belleza no tiene dueño, no se compromete con nada, no se le puede alcanzar, le place –eso sí– mostrarse en el más vulgar de los gestos (en un abrir de bolsa, por ejemplo), como si en la concreción del gesto demostrara su accesibilidad, como si la accesibilidad fuera un engaño.
Cuando el personaje femenino admite que le gusta ser visto se evidencian también otra serie de peculiaridades: un pasado que abruma por una fuerte actividad sexual, relaciones antiguas que bosquejan una necesidad de sometimiento, un físico colmado de cualidades para ser contemplado, una vida alejada de un trabajo rutinario. Debido a que, por lo general, el narrador despliega las cualidades femeninas, suelen eludirse las cualidades del voyeur. Sin embargo, hay algo claro: el voyeur es un curioso, trama y confabula el método que vulnere a los interdictos y lo haga probar sus límites y los de su pareja.
La relación entre Claudine y su marido, en “La culminación del amor” de Roberte Musil, ejemplifica lo anterior. La unión de la pareja está predeterminada por la escenografía, la disposición de los muebles y la pausada narración. La tranquilidad se interrumpe cuando Claudine viaja sola a la escuela de su hija. Claudine es infiel; pero entre el paso de un estado a otro se produce la racionalización de su amor: unión espiritual independiente de los cuerpos.
No obstante, la “ternura” de Musil no tarda en transformarse en la lógica del que somete y es sometido. Para Kojève, el hombre que contempla es “absorbido” por lo contemplado. En consecuencia, el objeto contemplado se revela y el hombre, perdido en la absorción, sólo puede retornar a sí por un deseo. Para ello, se debe distinguir entre el deseo animal y el deseo humano. Aunque ambos empujan a una acción, el deseo humano debe superar su aspiración primordial, el instinto de conservación, en aras de un reconocimiento: anhelo de dominar, ansia de que otro lo reconozca. Llegado el momento uno de los dos debe ceder, satisfacer el deseo del otro y reconocerlo. De ahí la condición humana: “El hombre no es jamás hombre simplemente. Es siempre, necesaria y esencialmente, Amo o Esclavo”.[7]
Pero aun y cuando el esclavo reconozca a su amo se entabla una relación unívoca: el amo, después de demostrar su superioridad, es reconocido por alguien a quien él no reconoce, pues –para él– el esclavo carece de “realidad y dignidad humanas”. El amo es reconocido por una cosa, no por un semejante: “Si el hombre no puede ser satisfecho sino por el reconocimiento, el hombre que se conduce como Amo no lo será jamás. Y dado, que al principio, el hombre es ya Amo o Esclavo, el hombre satisfecho será por necesidad esclavo”.[8]
Esta satisfacción se obtiene cuando el amo obliga a trabajar al esclavo, cuando el trabajo convierte al esclavo en “amo de la naturaleza”, lo que provoca su liberación: “Al liberar al Esclavo de la Naturaleza, el trabajo lo libera de sí mismo, de su naturaleza de Esclavo y, en consecuencia, lo libera del Amo”.[9]
El voyeur es reconocido en la obediencia de su pareja. Ella, subordinada y solidarizada en su rol de esclava, respeta sus leyes y las engrandece, magnifica su dependencia. Emana luego la inversión: el amo es el esclavo del esclavo. Bajo el consentimiento o la falta de alternativas del voyeur vuelto esclavo, la mujer deviene ama de su esclavitud. Todo porque la belleza, que ya de por sí es un artificio, se hermana a otro artificio para bien entramarse: la seducción. ¿Quién seduce a quién? ¿El voyeur, con su complejo pensamiento y su abrumadora inteligencia? ¿La mujer, con la descarada manifestación de su belleza? ¿O son el voyeur y su pareja simples instrumentos de un algo superior?
Reflexionar sobre el texto manifiesto y el contenido latente es decir que “Retrato” es el cuento donde se establece la belleza como la indispensable cualidad femenina, es decir que esa belleza desemboca en la dinámica del amo y del esclavo y en el tercer nivel hermenéutico.
[1] García Ponce, Juan, “Retrato”, Cuentos completos, Seix Barral, México, 1997, p. 336.
[2] Idem, p. 338.
[3] Idem, p. 357.
[4] Idem, p. 356.
[5] Idem, p. 355.
[6] Idem, p. 337.
[7] Kojève, Alexandre, La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, La pléyade, Buenos Aires, 1987, p. 16.
[8] Idem, p. 27.
[9] Idem, p. 30.